6 de agosto 2024
Genealogías feministas negras latinoamericanas y caribeñasGenealogías feministas negras latinoamericanas y caribeñas:
“De ennegrecer el feminismo a la doloridad de la escrevivencia”
Por Astrid Yulieth Cuero Montenegro *
Introducción. Legados de lucha y resistencias anticoloniales y antiesclavistas, desde las mujeres negras en Abya Yala (América Latina y el Caribe)
Las genealogías feministas negras en América Latina y el Caribe se remontan a las luchas anticoloniales, cimarronas y antirracistas que libraron las mujeres afrodescendientes en la búsqueda de libertad frente a la condena de la esclavitud y, posteriormente, contra el racismo reproducido por los Estados-nación y sus élites con los procesos de blanqueamiento vía la imposición del mestizaje. Estas luchas cimarronas, es decir, las luchas asociadas a la fuga, construcción de comunidades de resistencia para la liberación y prácticas antirracistas, desde las mujeres negras se constituyeron en auténticos procesos pedagógicos (Walsh, 2014). Esto quiere decir que constituyeron procesos de construcción de conocimiento y sabiduría que son parte de los legados y memorias de lucha para las mujeres y feministas negras contemporáneas. Es necesario señalar que existe una gran deuda historiográfica respecto a la reconstrucción y socialización de las prácticas de resistencia de las mujeres negras en nuestro contexto latinoamericano y caribeño. Aunque han existido algunos esfuerzos por rescatar los nombres de algunas luchadoras negras cimarronas durante los procesos de colonialismo y esclavización, y durante las independencias, no existe un trabajo historiográfico ni de sistematización de la magnitud de lo realizado por las feministas negras en Estados Unidos que dé cuenta de las luchas antipatriarcales y antirracistas desde la experiencia de las mujeres negras en Latinoamérica.
A pesar de esta deuda historiográfica, rescataré brevemente experiencias de luchadoras negras anticoloniales, antiesclavistas y antirracistas que se constituyen como antecedentes del movimiento de mujeres negras y afrofeministas en América Latina y el Caribe, que surgió a finales de la década de los ochenta del siglo XX. Visibilizar estas experiencias nos permite reconocer que las genealogías feministas negras trascienden la historización eurocéntrica del feminismo, bajo la metáfora de las llamadas “olas” y que confrontan la colonialidad del feminismo latinoamericano, que ha ocultado los legados de resistencia de las mujeres negras. Estas prácticas políticas que antecedieron al feminismo negro de la actualidad fueron encarnadas por referentes de las luchas anticoloniales y cimarronas desde mediados del siglo XIX hasta comienzos del siglo XX, como Dandara Dos Palmarés, Casilda Cundumí, Ana María Matamba, Felicita Campos y Mamá Tingó, sólo por nombrar a algunas de ellas.
La primera referencia de la lucha de las mujeres negras desde el contexto latinoamericano es Casilda Cundumí Dembelé,[1] más conocida como la “Negra Casilda”, originaria de Malí, quien fue llevada en condición de esclavitud desde el puerto de Cartagena de Indias a una plantación de caña de azúcar en la región del Valle del Cauca, específicamente en lo que actualmente es conocido como el municipio de Palmira. Casilda fue participante activa de la causa por la abolición de la esclavitud en Colombia, liderando procesos de fuga de negras y negros cimarrones y la creación, en el año 1840, de un palenque de resistencia en lo que actualmente es el corregimiento de Los Ceibos, entre Palmira y El Cerrito. En ese proceso, Casilda junto a otras personas negras cimarronas enfrentó directamente a los grandes hacendados del Valle del río Cauca, que buscaban recapturarlos. Casilda fue una luchadora activa desde finales del siglo XIX hasta las primeras décadas de la primera mitad del siglo XX. .
Dentro del contexto colombiano, también destaca la lucha de Felicita Campos,[2] quien fue una líder afrodescendiente de la Costa Atlántica durante la década de 1920. Defendió los derechos de los campesinos y campesinas a la tenencia de la tierra y organizó a su comunidad en San Onofre (Sucre), para enfrentar a los terratenientes despojadores del Caribe colombiano. Por su parte, Ana María Matamba,[3] hizo una lucha de tipo espiritual-cultural-político para poder usar su apellido africano, de origen angoleño, al ser llevada como esclava y conseguir su libertad en lo que es el actual municipio de Honda, en el Departamento de Tolima (Colombia).
Las mujeres quilombolas también son parte del legado de luchas cimarronas desde las mujeres negras en Latinoamérica. Ellas fueron lideresas de la resistencia negra contra la esclavitud en Brasil durante los siglos XVII y XVIII, antes de que se declarara la independencia y la abolición de la esclavitud en este país. Una de las líderes más importantes dentro de la organización de las mujeres quilombolas fue Dandara dos Palmarés,[4] esposa de Zumbi, líder y fundador del Quilombo dos Palmarés, territorio de resistencia de los esclavos cimarrones fugados de las plantaciones y que luchaban contra los ataques e invasiones de los portugueses colonialistas.
Finalmente, quiero rescatar el legado de lucha de Florinda Soriano Muñoz,[5] más conocida como “Mamá Tingó”, quien es otro destacado referente de la lucha de las mujeres negras en la primera mitad del siglo XX en el Caribe. Mamá Tingó fue una activista y defensora de los derechos del campesinado en la República Dominicana. En la década de 1970, Mamá Tingó lideró la lucha contra el despojo injustificado de tierras a los campesinos residentes de Hato Viejo en Yamasá. Además, formó parte de la Federación de Ligas Agrarias Cristianas (FEDELAC), encabezando varias movilizaciones campesinas. Finalmente, fue asesinada por Ernesto Díaz, en el proceso de querella en contra del terrateniente Pablo Díaz, en el año 1974.
La experiencia y el saber práctico-experiencial y crítico de estas mujeres negras es parte del legado de las luchas cimarronas y antiesclavistas, que contribuyeron al surgimiento de las primeras organizaciones de mujeres negras y de feministas negras latinoamericanas y caribeñas en las dos últimas décadas del siglo XX, y a la consolidación de las principales corrientes teóricas feministas negras construidas desde esa región, como las afrobrasileñas, afrodominicanas y afrocolombianas.
Ennegrecer el feminismo. El feminismo afrolatinoamericano y la “Doloridad de la escrivivencia”
Hacia finales de la década de los ochenta y principios de la de los noventa del siglo XX, surgen las primeras organizaciones de mujeres negras, tanto en República Dominicana, como en Honduras y Brasil (Curiel, 2008). Estos procesos de movilización de las mujeres negras en nuestra región se desarrollaron en medio del auge del neoliberalismo económico y político que marcó la gran mayoría de los gobiernos latinoamericanos del momento. El neoliberalismo económico se expresó en prácticas políticas institucionales desarrollistas y en agendas internacionales de países del norte y la banca multinacional, que llevaron a la oenegización e institucionalización del movimiento de mujeres y feminista. En el caso particular de los movimientos étnico-raciales, se les dio margen de acción reivindicativa en medio de esas economías liberales, por la vía de la legitimación de políticas multiculturalistas. Éste fue el caso de los movimientos de afrodescendientes de la región, de los que provenían buena parte de las mujeres negras que comenzaron a organizarse entre ellas mismas con independencia de los hombres. Esas políticas multiculturalistas llevaron a la declaración de varias naciones latinoamericanas y caribeñas como pluriétnicas, lo que llevó a la visibilización y reconocimiento a nivel constitucional de los pueblos negros, afrodescendientes e indígenas. En ese contexto surgen las primeras organizaciones de mujeres negras y comienzan a destacar feministas negras que, en algunos casos, se opusieron y confrontaron al multiculturalismo neoliberal esencialista y, en otros casos, se alinearon con las políticas identitarias impulsadas por los Estados-nación latinoamericanos.
Dentro de estos esfuerzos pioneros del afrofeminismo latinoamericano, se encuentran los aportes de las feministas negras brasileñas que, sin deslegitimar completamente el activismo ligado a la política de identidad como mujeres negras, trascendieron y le apostaron a una agenda antirracista de carácter más amplio. En el contexto latinoamericano y caribeño, algunas de las principales pioneras y referentes en la formulación de teorizaciones sobre el carácter múltiple de la opresión han sido las feministas negras brasileñas y afrodominicanas como Lélia González, Sueli Carneiro, Ochy Curiel y Vilma Piedade. Sueli Carneiro y Lélia Gonzales pueden considerarse como las pioneras en articular un posicionamiento feminista negro en Brasil, y también a nivel latinoamericano, ya que fueron fundadoras de los primeros colectivos de mujeres negras, apenas iniciada la década de los ochenta (Cuero, 2022). Sueli Carneiro fundó, en 1980, el Colectivo de Mujeres Negras de São Paulo y, en 1988, la organización Geledés-Instituto de la Mujer Negra, una de las más importantes ONGs que ha trabajado por la visibilización y erradicación del racismo y el sexismo contra las mujeres negras en Brasil. Por su parte, Lélia González, colaboró en la fundación de organizaciones como el Movimiento Negro Unificado (MNU), el Instituto de Investigación de las Culturas Negras (IPCN), el Colectivo de Mujeres Negras N’Zinga y el grupo Olodum, colectivo cultural dedicado a la samba y a la reivindicación de la identidad y los derechos de los afrobrasileños.
Sueli Carneiro fue pionera al mostrar que la dominación basada en la raza —con sus consecuentes procesos de racialización—, fue la que determinó la jerarquía de género en las sociedades latinoamericanas, en general, y de la sociedad brasileña, en particular. Esto quiere decir que las mujeres negras han ocupado un lugar de subalternidad respecto a las mujeres blancas. Sus experiencias de dominación son diferentes de las de las mujeres blancas latinoamericanas, ya que han sido inferiorizadas a causa tanto del racismo como del sexismo que las afecta. Las mujeres negras brasileñas han sido parte de la servidumbre histórica de las mujeres blancas, y nunca gozaron del estatus de fragilidad, pureza y objeto de amor romántico para los hombres blancos, denuncia Carneiro (2001).
Carneiro destaca la experiencia de lucha y resistencia del movimiento de mujeres afrobrasileñas, ya que fueron pioneras a la hora de evidenciar el peso de la ideología del blanqueamiento en la constitución de la nación brasileña —que inferiorizó tanto a hombres y mujeres negros(as) como a las mujeres y hombres indígenas—, y el peso del racismo en las prácticas políticas del feminismo latinoamericano. En este sentido, su demanda de ennegrecer el feminismo es una propuesta política que intenta poner en escena el carácter múltiple de las opresiones por las que atraviesan las mujeres negras latinoamericanas.
La necesidad de ennegrecer el feminismo muestra que, en primera instancia, el feminismo latinoamericano ha invisibilizado el peso de la raza, por lo que sus estrategias políticas han sido indiferentes frente a las posturas antirracistas y que han sido poco autocríticas con el racismo que reproducen en el interior del movimiento feminista. Y, en segunda instancia, promueve la feminización de las reinvindicaciones del movimiento negro brasileño y latinoamericano, que también ha sido cómplice de las violencias sexistas que vulneran a las mujeres negras. Por tanto, desde la perspectiva de Sueli Carneiro, feminismo y antirracismo son inseparables, puesto que raza y sexo, junto con otros ejes de dominación se refuerzan mutuamente. La denuncia del racismo y las reivindicaciones de la negritud tienen que ser incorporadas en su práctica política por el feminismo latinoamericano y, de igual forma, el movimiento negro mixto tiene que incorporar planteamientos y prácticas antisexistas y feministas (Carneiro, 2001).
Tanto Sueli Carneiro como Lélia Gonzalez cuestionan el mito de la democracia racial brasileña y el racismo y la colonialidad de los feminismos latinoamericanos. En este sentido, Gonzalez propone la categoría de “amefricanidad”, como una forma de distinguir la experiencia histórica latinoamericana y caribeña de la racialización de las mujeres y hombres negros, de la experiencia estadounidense. Lélia discute el término “afroamericano”, para señalar que el término América no es exclusivo para nombrar a los Estados Unidos, y que el uso hegemónico de esa categoría es parte de los legados imperialistas de ese país. La amefricanidad también permite dar cuenta que el racismo a la latinoamericana es un racismo mucho más sofisticado, y que la gente negra también es parte de la experiencia de mestizaje junto con los pueblos indígenas (Gonzalez, 2018: 323-332).
Aunque González comparte muchos de los postulados básicos del panafricanismo, pone en debate aquellas posturas que intentan legitimar la negritud o afrodescendencia actual con una mirada esencialista de África, fijada en un pasado mítico e idealizado, pasando por alto o interpretando superficialmente lo que realmente ha implicado la experiencia única de la diáspora en América, la experiencia del muntu[6] americano, tal como lo nombra el escritor afrocolombiano Manuel Zapata Olivella (1983). El concepto de amefricanidad de Lélia le permite representar a América como un todo, trascendiendo las diferencias territoriales y fronteras nacionales, y al mismo tiempo, reconociendo los diferentes efectos de la colonización europea (española, portuguesa, holandesa, francesa, inglesa) en las sociedades que se configuraron a partir de los procesos de independencia, y que implicaron imposiciones idiomáticas particulares. La idea de “Améfrica Ladina” implica reconocer que las sociedades latinoamericanas y caribeñas son diferentes, pero que hay muchos elementos en común, porque los sistemas de dominación fueron los mismos y se compartieron estrategias de resistencia política similares. Los amefricanos y amefricanas compartimos una experiencia histórica como diáspora, que nos permite designar toda una descendencia (Gonzalez, 2018: 328-330).
Para el caso de las mujeres negras latinoamericanas y caribeñas, su experiencia como mujeres amefricanas, implica que comparten formas de opresión y de ejercicios de violencia similares a las de las mujeres indígenas, aunque reconociendo que las formas de racialización que se aplicaron para cada grupo tienen matices distintos. Estas formas de opresión similares responden a una experiencia interligada de violencias de carácter múltiple (racista, sexista y clasista), que son completamente diferentes de las experiencias de dominación de las mujeres ladinoamericanas o blanco-mestizas. Gonzalez muestra cómo para el caso de la sociedad brasileña las mujeres negras han sido racializadas y representadas de manera estereotipada, bajo la figura de tres arquetipos: la empleada, la madre Negra y la mulata. Y las formas de violencia —entre agresivas y sutiles— que experimentan las mujeres negras en Brasil, están asociadas a estos estereotipos.
Lélia señala que todas las mujeres negras son asociadas al empleo doméstico en condición de servidumbre, independientemente de su profesión como parte de los imaginarios y los legados de la esclavitud que siguen pesando en las formas de racismo contemporáneas que ellas siguen sufriendo. La mulata representa la exotización de la sexualidad de las mujeres negras brasileñas, y la ambivalencia que las expone como objeto de deseo erótico y de violencia sexual al mismo tiempo. Se le endiosa en el espacio del carnaval, en el ámbito del baile y en la danza se le vende como un producto de exportación hacia el extranjero, por la sensualidad de las mujeres brasileñas, pero se le discrimina en los espacios laborales y afectivos. Porque, además, cuando se encuentra por fuera de los espacios del baile y el consumo erótico, la mulata también encarna a la empleada doméstica.
La madre negra representa la figura resignada y pasiva que se espera de las mujeres negras en los espacios que habitan las personas blancas brasileñas de la clase media y alta. Una figura amorosa e inofensiva que niega su capacidad de agencia como sujeto. Representa, entonces, la objetualización del amor materno negro puesta al servicio de la blanquitud, en un contexto profundamente sexista, racista y clasista (Gonzalez, 2018: 195-205).
Estos tres arquetipos con los cuales se representa la experiencia de las mujeres negras en Brasil, responden al viejo dicho popular racista de herencia colonial, fuertemente arraigado en ese país que sentencia: “negra para la cocina, mulata para la cama y blanca para casarse”. Por tanto, los estereotipos de la madre negra, la empleada y la mulata, son una forma de dar cuenta del carácter interligado, interrelacionado e inseparable que tienen los sistemas de dominación racista y clasista en la configuración de la experiencia histórica de las mujeres negras, no sólo en la sociedad brasileña, sino en todas las sociedades latinoamericanas y caribeñas, es decir en la “Améfrica Ladina”.
De esta forma, la experiencia de amefricanidad de las mujeres negras en América Latina y el Caribe revela que las violencias coloniales que las definieron tuvieron un carácter múltiple, pues no sólo refieren a la subordinación de género, sino a la interrelación entre colonialismo, patriarcado y capitalismo, por lo que las violencias que todavía siguen enfrentando son efectos directos de las jerarquías de raza, clase, género y sexualidad, que las posicionan en un lugar de inferioridad frente a los hombres y mujeres blancos(as), y también frente a los propios hombres negros. En este sentido, Gonzalez reconoce los aportes del movimiento feminista latinoamericano para denunciar el machismo que atraviesa a toda la sociedad brasileña. Aportes con los que las mujeres negras dialogaron en varios momentos y que incluso llevaron a generar alianzas (Gonzalez, 2018). Pero, al mismo tiempo, es enfática en su crítica al racismo que han reproducido las feministas latinoamericanas que gozan de privilegios de clase y blanquitud contra las mujeres negras.
Lélia fue pionera en el cuestionamiento de la dependencia cultural del feminismo latinoamericano con respecto al feminismo europeo y norteamericano. Esto, sin dejar de plantear una crítica profunda al machismo de los hombres negros militantes del movimiento negro, a pesar de que se les consideraba compañeros políticos en la lucha contra el racismo. Además, para Lélia los procesos de racialización sobre los hombres negros no permiten ubicarlos totalmente en la categoría hombres, puesto que fueron bestializados, al igual que las mujeres negras, y subyugados principalmente por los hombres blancos, aunque también por mujeres blancas. Estos planteamientos son coincidentes con los de feministas descoloniales y antirracistas de una generación posterior como Ochy Curiel (2007), Yuderkys Espinosa (2016) o María Lugones (2008).
El concepto de imbricación de opresiones de Ochy Curiel es una propuesta que surge desde el contexto de las luchas y prácticas políticas de las mujeres negras y otras mujeres racializadas antirracistas en Latinoamérica y el Caribe, que reconoce las experiencias comunes de racialización que comparten hombres y mujeres negras, y las diferencias con las mujeres blanco-mestizas, por los privilegios de clase, raza y sexualidad de los que gozan (Curiel, 2007). Curiel recupera gran parte del legado del pensamiento feminista negro estadounidense (Cuero, 2024), y lo articula con el pensamiento y los conocimientos experienciales que han construido el movimiento de mujeres negras, principalmente en el Caribe, y particularmente en República Dominicana donde Curiel se formó como activista (Curiel, 2007).
En este sentido, la autora, cuestiona las políticas de identidad esencialistas que durante las décadas de los ochenta y noventa del siglo XX definían y homogenizaban las principales reivindicaciones y demandas de las organizaciones de mujeres afrocaribeñas. Para Curiel estas políticas de identidad esencialistas estaban directamente relacionadas con el entendimiento de la interseccionalidad como una suma de categorías de identidad separadas entre sí (mujer, negra, lesbiana, bisexual, clase media, etc.). Por tanto, la autora propone el concepto de imbricación como una apuesta para superar la interseccionalidad de categorías separadas —entendidas como identidades descontextualizadas—, para pasar a un entendimiento de las opresiones como construcciones históricas producto de sistemas que tienen múltiples dimensiones (Curiel 2002, 2007, 2008).
En las diferentes experiencias de organización de las mujeres negras y afrofeministas que Curiel ha analizado en el contexto caribeño y latinoamericano encontró que en buena parte de los casos la identidad es entendida en su sentido más esencialista que político, por lo que terminan homogenizando el sujeto “mujer negra”, bajo un modelo único y considerado más auténtico, negando o haciendo poco énfasis en las diferencias experienciales y contextuales que las atraviesan de manera distinta (Curiel 2002, Curiel 2008). Esto tiene que ver con que las identidades no se conciban como producto de los sistemas de dominación, sino como realidades innatas, biológicas o “culturales” con las que las mujeres negras nacen (Curiel, 2002). Desde mi perspectiva, considero que el problema radica en que concebimos la cultura como si sólo se tratara de formas de comportamiento ancestrales, en un sentido esencialista-biologicista, puestas en práctica por ciertos grupos humanos, y no como lo que realmente son, elaboraciones simbólico-materiales producto de las relaciones de poder y de resistencia a la dominación que determinados grupos humanos inferiorizados han construido históricamente.
Ochy cuestiona la forma en la que la política de identidad fragmenta las posibilidades de alianza y de lucha feminista antirracista y por la descolonización, con otros grupos racializados o subalternizados, como los pueblos y/o mujeres indígenas y movimientos disidentes sexuales, por poner algunos ejemplos. Es importante aclarar que, para Curiel la política de identidad ha sido importante y fundamental en los procesos de movilización política no sólo de las mujeres negras sino también de los pueblos negros en nuestra región. Lo que la autora cuestiona y evidencia es que esa política tiene límites, ya que permite reivindicar y plantear ciertas exigencias y reparar determinados daños. Pero resulta insuficiente, si se concibe como una política particular separada de las luchas de otros movimientos y grupos sociales que también son afectados por los sistemas de opresión múltiple (racismo, clasismo, sexismo, heterosexismo).
Desde esta postura de la imbricación de opresiones de Ochy Curiel, sólo una lucha conjunta contra todos los sistemas de opresión en sus diferentes dimensiones, profundidades y características permitirá que todos ellos puedan ser eliminados, ya que no es posible desmontarlos por separado porque son codependientes. Esto coincide con buena parte del legado de las feministas negras estadounidenses, como la de la Colectiva del Río Combahee, quiénes plantearon que: “Si las mujeres Negras fueran libres, esto significaría que todos los demás tendrían que ser libres, ya que nuestra libertad exigiría la destrucción de todos los sistemas de opresión” (Colectiva del Río Combahee, 1988: 178).
En el contexto colombiano, Betty Ruth Lozano ha posicionado en las dos últimas décadas la propuesta de un feminismo negro decolonial, desde la experiencia de las mujeres afrodescendientes. Betty Ruth, entiende como feminismo negro decolonial a las prácticas concretas a través de las cuales las mujeres negras han construido propuestas que subvierten el orden social que las ha oprimido históricamente sin tener que apelar a las categorías del feminismo para desarrollar sus procesos de resistencia o para dar cuenta de ellas. El feminismo negro decolonial, además, asume que estas formas de resistencia al orden social que han desarrollado las mujeres negras se realizan desde su condición de racialización en articulación con su condición de empobrecimiento y de género. En el caso particular del Pacífico colombiano, muchas mujeres negras que han resistido al patriarcado, al capitalismo y al racismo no conocen el feminismo hegemónico o manifiestan un rechazo al mismo por considerarlo impositivo (Lozano, 2010: 8).
El feminismo negro decolonial se posiciona entonces a partir de la autonomía y la defensa de las experiencias de resistencia que desarrollan las mujeres negras desde sus contextos locales. Desde la experiencia del Pacífico colombiano, que es la que aborda con centralidad Betty Ruth Lozano, este feminismo negro decolonial se expresa en las luchas comunitarias que llevan a cabo lideresas negras en su papel como parteras, comadronas, cantadoras o médicas tradicionales. Estas luchas desde el ámbito comunitario que practican las mujeres negras del Pacífico colombiano van desde lo más cotidiano y familiar, hasta el ámbito de la representación política en los consejos comunitarios. Estas acciones comunitarias se desarrollan dentro de una relación de dualidad, lo cual no necesariamente implica una relación de jerarquía entre hombres y mujeres sino de complementariedad con el sexo opuesto, lo que puede interpretarse como resistencia vigente a las imposiciones del patriarcado colonial. La playa, el manglar, el río, el mar, la quebrada o el monte son “espacios de uso” comunitario diferenciados por género y edad, dentro de relaciones equitativas, aunque existan actividades principalmente masculinas y otras exclusivamente femeninas, como el trabajo de recolección de piangüa que se realiza en el espacio del manglar.
Finalmente, quiero refirirme a dos propuestas teóricas más recientes, las de Vilma Piedade y Concepción Evaristo. La feminista negra brasileña Vilma Piedade con su concepto de “doloridad” (dororidade) refiere a las experiencias de dolor producto de las violencias coloniales y esclavistas que sufrieron las mujeres negras, y que todavía siguen vigentes, ya que se han transmitido generacionalmente. La doloridad remite, también, a las experiencias de dolor a causa del racismo y el sexismo que actualmente seguimos viviendo las mujeres negras. Éste es un concepto que evidencia la forma en la que la sororidad, que reivindica el feminismo blanco, sólo atiende a las violencias sexistas compartidas, más no a las violencias racistas. La doloridad muestra que las violencias que viven las mujeres negras tienen un carácter entrecruzado que, además, no sólo son compartidas por las mujeres negras sino por todos los pueblos afrodescendientes, incluidos los hombres. La doloridad apela a las formas de solidaridad que se construyen a partir de esos sufrimientos compartidos, que han condenado a las mujeres negras y a sus comunidades a un lugar de invisibilidad y de silenciamiento de sus memorias de lucha y resistencia (Piedade, 2021).
Por su parte, La idea de la escrevivência de Concepción Evaristo es otra de las conceptualizaciones potentes dentro del feminismo negro brasileño, que reivindica el conocimiento experiencial autobiográfico que han desarrollado las mujeres negras, especialmente las que se han dedicado a la literatura y la poesía. La escrevivência es un tipo de escritura autobiográfica que busca realizar un ejercicio de desobediencia epistémica, escribiendo las vivencias de mujeres negras desde un lenguaje propio que desafíe y confronte la historia oficial de la colonización y su escritura universalista que borró las historias locales y las sensibilidades biográficas (Araújo, 2014, Cavalcante de Oliveira Leite, y Cézar, 2019). Este tipo de conocimiento experiencial tiene un carácter afrocentrado, basado en la oralidad, la ancestralidad y la pluritemporalidad. Evaristo reivindica, además, el hecho de que la palabra escrita también le pertenece a las mujeres negras como una forma de confrontar las imágenes estereotipadas que se les impusieron desde el pasado colonial hasta la actualidad, por la vía de la escritura en primera persona. La escrevivência es definida entonces como una práctica narrativa afrodiaspórica y cimarrona que retoma diversos legados filosóficos y políticos afrodescendientes en Brasil, como el ubuntu, la sankofa y el quilombolismo (cimarronaje de resistencia).
Éstas son entonces algunas de las principales formas en las que desde diferentes perspectivas, el pensamiento feminista negro latinoamericano y caribeño ha abordado la opresión en su multidimensionalidad, para entender no sólo las experiencias particulares de dominación y violencia que viven las mujeres negras, sino también para interpretar cómo es que funcionan los sistemas de poder a un nivel estructural, institucional y biográfico-cotidiano. Estas apuestas van desde el reconocimiento y la reivindicación de la experiencia de la amefricanidad, que permite revelar la imbricación de opresiones sobre las que se han constituido las sociedades latinoamericanas y caribeñas, con el fin de ennegrecer y descolonizar el feminismo, despatriarcalizar los movimientos negros y consolidar una agenda afrofeminista antirracista que abarque múltiples frentes de lucha, sin homogenizar las particularidades y generando alianzas con otros movimientos sociales.
Bibliografía
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Notas
[1] https://afrofeminas.com/2021/04/18/heroinas-silenciadas-por-la-historia-el-caso-de-casilda-cundumi/
[2] https://enciclopedia.banrepcultural.org/index.php/Fel%C3%ADcita_Campos
[3] https://centrodehistoriahonda.blogspot.com/2019/10/maria-matamba-una-de-los-cinco-deudas.html
[4] http://mujeresenrebeldia.undav.edu.ar/dandara-dos-palmares/
[5] https://www.ecured.cu/Florinda_Mu%C3%B1oz_Soriano
[6] De acuerdo con el cuaderno de bitácora de la novela Changó. El gran putas, de Manuel Zapata Olivella, el muntu refiere a la fuerza y energía espiritual que une a toda la humanidad en toda su ascendencia y descendencia, en relación integral con todos los seres vivos y difuntos, incluidos animales, vegetales y personas, que existen tanto en los planos del presente, del pasado y del futuro. El muntu americano, entonces, refiere a la experiencia de la diáspora africana en América, en toda su dimensión integral, no sólo de los seres humanos que fueron esclavizados, sino de los ancestros y energías espirituales que viajaron con ellos hasta América, y que hicieron de este territorio su nuevo hogar (Zapata 1983: 514-523).
* Astrid Yulieth Cuero Montenegro: Doctora en Estudios e Intervención Feminista del Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica – (Cesmeca-Unicach).