8 de marzo de 2024

Historiadoras en México. Transformadoras de un campo varonil. Notas preliminares.

Historiadoras en México. Transformadoras de un campo varonil

Notas preliminares.

Por Luz María Uhthoff López*

A la memoria de Dolores Pla, gran amiga y excelente historiadora

Este trabajo pretende realizar un estudio aproximativo del proceso de profesionalización de las historiadoras mexicanas: Para este primer acercamiento se utilizan los testimonios orales, entrevistas realizadas por especialistas de la historia oral a algunas de las historiadoras del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM. Dichas entrevistas ofrecen un rico recuento de sus trayectorias de estudios y de su desempeño laboral.

Palabras clave: formación de historiadoras, profesionalización de las mujeres e instituciones académicas.

Hace algunos años la destacada historiadora de género, Joan Scott, publicó un artículo en el que examinaba la problemática del ingreso y participación de las historiadoras en el ámbito académico estadounidense.[1] De esta lectura surge la pregunta de cómo fue esta experiencia en México, cómo se formaron las historiadoras y de qué manera se dio su incorporación a las instituciones académicas especializadas. Como lo expondré más adelante, las historiadoras mexicanas no siguieron el mismo camino que sus similares estadounidenses, pues su incorporación no estuvo tan vinculada a los movimientos feministas, tampoco organizaron comités de apoyo para mejorar la situación de las mujeres en las academias.

En este trabajo pretendo realizar un primer acercamiento a la profesionalización de las historiadoras mexicanas, con una intención exploratoria y aproximativa. Debo aclarar que, sin ser especialista en la historia de género, mi interés parte de mi experiencia como docente, especialmente por los cursos impartidos de Historiografía de México.[2] De esta experiencia observo que, durante los primeros años de profesionalización de esta disciplina, básicamente predominaron los historiadores varones, pocas mujeres destacaron. Curiosamente existe poca literatura sobre cómo fue la incorporación y el desempeño de las primeras historiadoras, y cómo, al transcurrir los años, las mujeres fueron una presencia cada vez más significativa en este ámbito académico. Para esta aproximación utilizo los testimonios orales, las entrevistas realizadas a algunas de ellas nos ofrecen un rico recuento de sus trayectorias de estudios y de trabajo.[3] Particularmente me fue de gran utilidad el texto conmemorativo de los 50 años del Instituto de Investigaciones Históricas[4] realizado por los importantes precursores de esta especialidad de la historia oral, me refiero a Alicia Olivera, Salvador Rueda y Laura Espejel. Por lo que el trabajo se concentra en el ingreso y desempeño de las primeras historiadoras en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), faltaría examinar esa experiencia en otras instituciones, sobre todo en El Colegio de México.

Si bien la participación de las historiadoras mexicanas a los ámbitos académicos no fue del todo semejante a las estadounidenses, sí compartieron un ambiente patriarcal y jerárquico que fue más acentuado durante la primera fase de profesionalización de la disciplina en México, durante la década de 1940. Ubico básicamente dos etapas para realizar este estudio; una primera, en la década de 1940; y, una segunda, en la década de los setenta. Comienzo retomando el estudio de Scott, pues no solo permite reconstruir la historia de cómo las historiadoras ingresaron a la academia de historia en los Estados Unidos, sino que aporta elementos metodológicos para su análisis. Continúo con un apartado examinando cómo las mujeres en México fueron accediendo a la educación superior, para después recapitular las dos fases de profesionalización antes referidas.

JOAN SCOTT Y LAS HISTORIADORAS ESTADOUNIDENSES

Como señalamos, esta historiadora publicó un artículo en donde examinaba la problemática que enfrentaron las historiadoras en las instituciones académicas estadounidenses, exponiendo cómo el ingreso de estas profesionistas no fue sencillo, teniendo que enfrentarse a prejuicios y discriminación. Esta autora observa que la mayor presencia de mujeres historiadoras en las universidades fue precedida por los movimientos feministas que se llevaron a cabo en los Estados Unidos durante las décadas de 1960 y 1970, por lo que desde un principio existió un vínculo entre el quehacer de las historiadoras, el nuevo campo de estudio de historia de la mujer y la política. El vínculo, entre la política y el profesionalismo, para Scott es inevitable, puesto que la presencia de las mujeres en las instituciones y el estudio de su historia necesariamente desafían a las autoridades imperantes en la profesión y en la universidad y plantean la necesidad de cambiar la manera de escribir la historia, expresando: “La historia de la historia de las mujeres es siempre una historia política”.[5] Además, agrega, que la definición de una profesión implica la naturaleza del conocimiento generado, en este caso lo que se considera como historia; y, también, las funciones del control de acceso, que establecen e imponen las pautas mantenidas por los miembros de una profesión, en este caso, los historiadores. La historia, siguiendo a Scott, es un conocimiento del pasado al que se ha llegado a través de una investigación desinteresada e imparcial y que está universalmente al alcance de cualquiera que haya dominado los procedimientos científicos requeridos. Sin embargo, las profesiones y las organizaciones profesionales están estructuradas jerárquicamente; las actitudes y las normas contribuyen a aceptar a unos y excluir a otros como miembros de un grupo.[6] Para Scott el dominio de la materia y la competencia pueden ser tanto juicios explícitos de capacidad como excusas implícitas de la parcialidad, de hecho, los juicios sobre la capacidad están imbricados a menudo con valoraciones de la identidad social del individuo que nada tiene que ver con la competencia profesional.

Así, en este ambiente de efervescencia política de las mujeres de la década de 1960, en las universidades y en las fundaciones se les animó para que se doctoraran y ocuparan puestos de profesoras en la educación media superior. No obstante, este reclutamiento femenino fue acompañado de prejuicios en su contra, pues a pesar de sus títulos y competencia, las asociaciones y asambleas profesorales estaban controladas por los historiadores varones de raza blanca, y a las mujeres sólo se les daban contratos temporales y se les limitaba su promoción.

Para 1969, en una atmósfera tensa y tempestuosa, al decir de esta autora, se formó el Comité de Coordinación de Mujeres Profesionales de la Historia con el objetivo de mejorar la situación de las mujeres en la reunión de asuntos a tratar de la Asociación Histórica Americana (AHA). Estas reuniones que por lo regular eran un modelo de camaradería y de buenas formas, con la presencia de las mujeres existió un cambio pues impidieron que “todo siguiera como siempre”,[7] señalando que “ese seguir como siempre” era una forma política de ignorar y perpetuar la exclusión sistemática por el sexismo y el racismo a las profesionales calificadas, y logrando que se reconociera el rango inferior de las mujeres y recomendando cierto número de medidas correctoras, entre ellas la creación de una comisión permanente sobre las mujeres, y reprobando la poco profesional tutela ejercida sobre las mujeres. Así durante la década de 1970, las mujeres de la AHA, y otras asociaciones profesionales, vincularon sus luchas locales por el reconocimiento y la representación a las campañas nacionales de las mujeres, en especial a la dirigida a introducir en la Constitución la Enmienda por la Igualdad de Derechos, e insistieron en que las asociaciones profesionales adoptaran una postura conjunta sobre cuestiones nacionales.[8]

En este análisis Joan Scott no sólo realiza un recorrido sobre la incorporación de las historiadoras al ámbito académico, sino también expone una serie de planteamientos metodológicos importantes a considerar en el estudio de los procesos de profesionalización y en particular en los de las mujeres. Sin duda son necesario otros referentes metodológicos al respecto, pues este proceso de profesionalización de las historiadoras implica también reflexionar sobre la conformación de la disciplina historiográfica, así como la razón de la historia y las reglas que organizan su práctica.[9]

Retomando a Iggers:

La ciencia siempre supone una comunidad de estudiosos que comparte prácticas de investigación y formas de comunicación. Es, por tanto, imposible separar la historia de la historiografía tanto de las instituciones como del marco social e intelectual en el que se desarrolla la investigación.[10]

EL INGRESO DE LAS MUJERES A LOS ESTUDIOS SUPERIORES EN MÉXICO DURANTE LOS PRIMEROS AÑOS DEL SIGLO XX.

Como se sabe, desde el porfiriato algunas mujeres lograron romper las barreras existentes que les impedían ingresar a las escuelas superiores, comúnmente un espacio reservado a los varones. Fueron unas cuantas, entre ellas destacaron Matilde Montoya, la primera mujer médica mexicana (1887) y María Sandoval de Zarco, quien se tituló de abogada en 1898, quiso trabajar en el área criminalística, pero fue obligada a especializarse en el derecho civil. Posteriormente existieron otras profesionistas como Josefina B. Arce, abogada; Soledad Régules, médica, y Dolores Rubio Ávila egresada de ingeniería, la mayoría eran originarias de la ciudad de México. Luz Elena Galván[11] observa que en la correspondencia de Porfirio Díaz existen varias cartas de mujeres que solicitan ayuda para hacer o concluir sus estudios superiores. Al parecer, siguiendo a esta autora, entre algunas mujeres cada vez más empezó a valorarse la necesidad de contar con una carrera profesional para mejorar su nivel de vida y situación económica y por el prestigio que un título conllevaba. En esos años era común que ingresaran al magisterio, profesión considerada adecuada a la llamada “naturaleza femenina”, como mujer educadora. En 1889, se formó la Escuela Normal para Profesoras, pensándose como “única para la educación intelectual de las señoritas mexicanas”.[12] Con la inauguración de la Universidad Nacional de México en 1910, se incorporaron las diferentes escuelas existentes de educación superior y se creó la Escuela de Altos Estudios con el objetivo de abarcar una amplia gama de estudios, pero que en la práctica se concentró en cursos sobre ciencias biológicas, matemáticas, física, ciencias sociales, antropología, geografía y humanidades.[13] Esta institución pretendía dar un giro a la fuerte influencia que había tenido el positivismo en la educación preparatoria y superior durante esos años. Ello fue más evidente con la llegada de los miembros del Ateneo de la Juventud, quienes empezaron a dar mayor importancia a las humanidades, incluyendo cursos de filosofía, historia, letras y lenguas modernas. Como observa Garciadiego, estas reformas académicas radicales en las escuelas que integraron la Universidad y las humanidades de Altos Estudios se inauguraron en 1913, siendo en ese momento cuando fue importante la participación de los ateneístas.[14] También, es importante señalar que la Universidad era un espacio elitista, pues ante una población nacional de más de 15 millones, la comunidad universitaria apenas alcanzaba dos mil estudiantes.[15]

En este nuevo ambiente académico de la Revolución, y sobre todo durante la posrevolución, fueron ingresando más mujeres a los estudios superiores. Pero continuaron siendo demandadas las carreras que se consideraban más propias para su género femenino. Enfermería fue la más solicitada, seguida por la del magisterio, y en menor medida música, medicina, odontología, veterinaria, pintura y leyes.[16] Las mujeres así empezaban a acceder a la educación superior, aunque todavía en un número limitado. La problemática que después encararon al graduarse fue la incursión al medio laboral, no tanto las enfermeras y las maestras, cuyas profesiones se feminizaron, las dificultades más notorias de discriminación excluyente las enfrentaron las médicas, las abogadas y las odontólogas, pues se prefería a los hombres, por lo que estas profesionistas tuvieron la mayor de las veces la enseñanza como única salida laboral. Ciertamente, entonces, el ingreso de las mujeres a las universidades conllevó una serie de reajustes en el ámbito universitario, pero también en el mercado de trabajo, dado que en gran medida muchos espacios profesionales eran tradicionalmente cotos cerrados y predominantemente masculinos.

También al interior del país se empezaron a organizar las primeras universidades, como en Morelia en donde se fundó la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo en 1917; en Sinaloa, la Universidad de Occidente en 1918; la Universidad Nacional del Sureste con su sede en Yucatán, en 1922; la Universidad Autónoma de San Luis Potosí en 1923, y la Universidad de Guadalajara en 1925. Y en estas instituciones también poco a poco fueron incorporando las mujeres; por ejemplo, entre 1920 y 1940 en el Colegio del Estado de Puebla, que más adelante se transformó en la Universidad, estudiaban 17 mujeres, 11 como químico-farmacéuticas, 5 médicas, cirujanas y parteras, y una abogada. También en Guadalajara se ubicaban 55 farmacéuticas, 11 técnicas y prácticas de comercio, 9 parteras, 6 enfermeras, 4 dentistas, 3 enfermeras parteras, 2 médicas y una abogada.[17]

Todo indica que, durante las primeras décadas del siglo XX, de alguna forma se mantuvo y reprodujo la desigualdad entre mujeres y hombres en su acceso a la educación superior. Para Galván ello obedecía al viejo principio según el cual corresponden a las mujeres las tareas de la casa y la conservación de las tradiciones, mientras que los hombres están hechos para el mundo y el progreso.[18]

Con la autonomía lograda por la Universidad Nacional, en 1929, se amplió la demanda de mujeres para ingresar a los estudios superiores, pero todavía las carreras más demandadas siguen siendo enfermería y maestras. Cabe notar que la Normal Superior pertenecía a la Escuela de Altos Estudios, teniendo como objetivo el de “preparar el personal docente para el enseñanza preparatoria o secundaria y profesional de ciertas cátedras de las facultades universitarias”.[19] Para esos años se diversifica más el ingreso de las mujeres hacia nuevas carreras, incorporándose como auxiliar de farmacia, arqueología, química farmacéutica, pintura, medicina, contador público, y lo más destacando que ya aparecen la historia y filosofía. También se reestructuró la Escuela de Altos Estudios, en 1924 se formó la Facultad de Filosofía y Letras, manteniéndose la Escuela Normal Superior y la Facultad de Graduados.[20] El énfasis pedagógico que tuvieron estas instituciones permitió que aumentara la demanda de la población estudiantil femenina, de tal manera que para 1910 eran el 15 por ciento del alumnado y para 1926 llegaron a ser el 78 por ciento.[21] No obstante, la planta docente continúo siendo predominantemente masculina, lo que impidió que a pesar de su creciente presencia tuvieran una escasa influencia en la orientación académica de las escuelas. Por ello Gabriela Cano señala que a pesar de la feminización de Altos Estudios y de Filosofía y Letras, se mantiene la separación de las esferas masculina y femenina en el campo de la enseñanza pública, y se acrecienta la legitimidad del trabajo de las mujeres en el magisterio al fortalecerse su conceptualización como la extensión de las cualidades maternales al servicio de la sociedad entera.[22]

Así, en estos años podemos observar que la enfermería y el magisterio fueron las profesiones consideradas femeninas, pues eran vistas como una extensión de sus labores domésticas. El fundamento de esta división, indica Galván, se basaba en la división del trabajo productor y reproductor, de acuerdo con lo supuestamente “natural”.[23]

LA DÉCADA DE 1940 Y LA PROFESIONALIZACIÓN DE LA HISTORIA.   

Desde principios del siglo XX existieron claros antecedentes de lo que podría denominarse una historiografía moderna, como un campo disciplinar autónomo. Los trabajos de Juan Ortega y Medina y Guillermo Zermeño han dado cuenta de ello.[24] Pero no fue hasta la década de 1940 cuando se establecieron instituciones especializadas para la formación y desempeño de los historiadores: Instituto Nacional de Antropología e Historia (1939), El Colegio de México (1939) y el Instituto de Investigaciones Históricas (IIH) en la UNAM (1939), por lo que podemos decir que con ello se inició la profesionalización de la historia.[25] La creación de estas instituciones se aunó a la llegada de los exiliados españoles, quienes enriquecieron el ambiente cultural de la época, y en el quehacer historiográfico difundieron nuevas propuestas teórico-metodológicas.[26] Para Zermeño esta profesionalización se identificó con la adopción del método historiográfico seguido por Ranke, es indudable que la creación de esta clase de instituciones constituye un hito para comprender la formación y consolidación de la nueva historiografía científica. Sin embargo, agrega este autor, las instituciones no son necesariamente el origen del término de la historiografía moderna, sino sólo constituyen instancias dentro de la cadena productiva de comunicación y circulación de un nuevo tipo de discurso histórico.[27] Un ejemplo de esta nueva dinámica disciplinar fue la formación de seminarios,[28] destacadamente el dirigido por José Gaos[29] sobre la historia de las ideas en 1941,[30] en el que participaron Edmundo O’Gorman, Silvio Zavala, Luis Villoro y Leopoldo Zea, entre otros; y, posteriormente también el de Cosío Villegas de Historia Moderna, que muestran cómo se pudo conjugar el aprendizaje y la enseñanza de la historia con la investigación.[31] Así, el quehacer historiográfico deja de ser un trabajo de estudiosos aislados y se enmarca en las instituciones. Además, la disciplina histórica empezó a ser de interés para el resto del mundo. Durante esos años predominaron en la comunidad historiográfica el cientificismo (neopositivismo) y el historicismo,[32] y sin duda fueron Silvio Zavala y Edmundo o’Gorman sus mayores representantes. Por lo que en gran medida las instituciones que se formaron en esos años estuvieron marcadas por su presencia como agentes constructores,[33] y, a su vez, ellos fueron los formadores de las siguientes generaciones.

Estos cambios del oficio del historiador se dieron paralelamente a grandes transformaciones en el país. México entraba de lleno a un proceso de industrialización y urbanización, y registraba un gran crecimiento demográfico. Sin duda todo ello repercutió en la vida de la Universidad, pues durante el gobierno de Miguel Alemán se construyó Ciudad Universitaria, lo que permitió la diversificación de las carreras y la ampliación de la matrícula. Así, en esos años se expandía la matrícula universitaria de 7 mil alumnos a más de 20 mil, y la planta académica pasaba de mil profesores e investigadores a 3 mil.[34]

No obstante, la preeminencia masculina siguió siendo administrativa y discursivamente la representación de la autoridad y se mantuvo un orden jerárquico en los ambientes académicos. Si examinamos propiamente las instituciones dedicadas a la formación y la investigación de la historia que se formaron en esos, observamos que los grandes iniciadores de esta etapa de profesionalización fueron todos varones. Lo que Bourdieu denominaría los agentes constructores que por su legitimidad, prestigio y capital científico acumulado eran quienes tenían las condiciones para impulsar las instituciones,[35] entre los que destacaron Silvio Zavala, Edmundo O’Gorman y Daniel Cosío Villegas. Desde luego ello no fue privativo de la disciplina histórica, pues prácticamente en todos los ámbitos académicos que se profesionalizaron en esos años siguieron la misma pauta; esto es, fueron unos cuantos especialistas varones los fundadores del quehacer disciplinar. Por ejemplo, en la antropología estuvieron Manuel Gamio, Alfonso Caso y Gonzalo Aguirre Beltrán; en el caso de la economía tenemos a Jesús Silva Herzog, Narciso Bassols y Daniel Cosío Villegas, y en la sociología destacaron Lucio Mendieta y Núñez y en una etapa posterior Pablo González Casanova.

Sin embargo, las mujeres durante esos años fueron también ingresando a las instituciones de educación superior como estudiantes, profesoras e investigadoras. En el campo de la historia es notorio el mayor ingreso de mujeres a la Facultad de Filosofía y Letras, al Colegio de México y al Instituto de Investigaciones Históricas. Algunas de ellas al paso de los años se convertirán en destacadas historiadoras. De acuerdo con algunos testimonios, sobre todo de las que ingresaron al Instituto de Investigaciones Históricas, podemos observar cómo fue su formación y posteriormente su integración al ámbito laboral. En las entrevistas realizadas por Alicia Olivera, Salvador Rueda y Laura Espejel es común que estas primeras historiadoras manifiesten la gran admiración y emoción de llegar un ambiente académico de alto nivel liderado por los grandes historiadores del momento. Cabe notar que los orígenes de este Instituto fue en 1939 cuando un grupo de profesores de la Facultad de Filosofía y Letras decidió formarlo, entre ellos estaban Pablo Martínez del Río, quien fue su primer director, Rafael García Granados, Julio Jiménez Rueda y Salvador Toscano.[36] Así, estos agentes constructores, poseedores de un capital cultural, fueron los formadores de las historiadoras, que en una ambiente, si bien amable, no dejaba de ser jerárquico y masculino.

Guadalupe Borgonio comenta que ella ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras, en los años en que se empezaban a diseñar los primeros planes de estudio de historia de la Universidad, “en esa época, aclara, se tenía como una escuela de ampliación de cultura y de “niñas bien”, que sólo deseaban incrementar sus conocimientos y no dedicarse a carrera alguna, pues algunas estaban ya comprometidas y se casarían con gente acomodada”.[37] Era común que algunas mujeres accedieran a los estudios superiores, sobre todo las humanidades, por mientras se casaban, con el objetivo de desempeñar mejor su papel de amas de casa pertenecientes a una clase social alta. Y, agrega Borgonio, “nosotros no teníamos esa idea…habíamos entrado a la Facultad a estudiar una profesión, y no sólo para ampliar nuestra cultura”. Formábamos un grupo reducido de cerca de 15 alumnos, y entre ellas estaban Bertha Taracena, Carmen Venegas, Josefina Muriel y Elisa Vargaslugo. Pero cuando terminamos la carrera, “veíamos pocas oportunidades para desempeñarnos en lo que a nosotras nos había gustado como carrera, la historia”. No obstante, Borgonio tuvo la gran suerte de que su maestro de la carrera Rafael García Granados, uno de los fundadores del IIH, la llamara a trabajar con él, “era una magnífica oportunidad que se me presentaba y la aproveché”. En aquella época el Instituto se encontraba en el Templo de San Agustín, en lo que también era la Biblioteca Nacional. En los hechos su trabajo fue de secretaria, “pues como eran demasiadas cosas las que se tenían que atender, me daban a revisar las tarjetas del maestro García Granados, veía si estaban bien hechas y si coincidía la cita con lo que se había escrito. También escribía las cartas que de don Rafael y don Pablo me daban”.

De los testimonios de las historiadoras que se incorporaban al IIH también se recuerda con especial interés la hora del café, pues permitía la convivencia y el intercambio académico. A Virginia Guedea[38] y Amaya Garritz,[39] cuando ingresaron muy jovencitas les tocaba prepararlo, y disfrutaban escuchando las interesantes charlas entre los prestigiados historiadores. Rosa Camelo comenta que ella asistía pero era como un ““convidado de piedra”, porque no hablaba pero escuchaba; tomaba mi café, y los oía bebiendo sus palabras”.[40] Por su parte Guedea recuerda que a las diez y media era la hora del café y la reunión duraba media hora, “Entonces oíamos. Todos nos sentábamos alrededor de la mesa y normalmente nosotras no abríamos la boca, porque los demás contaban acerca de sus investigaciones”.[41] Allí estaban en esas charlas Alfonso Teja Zabre, José Miranda, Pablo Martínez de Río, también Pedro Bosch Gimpera, Mauricio Swadesh, Paul Kirchhoff, la presencia de los refugiados españoles era notoria.

Sobre las corrientes historiográficas que dominaban e influenciaron a estas historiadoras en Guedea observa:

El doctor Martínez del Río y el doctor Rafael García Granados fueron producto de una muy sólida formación positivista, de la escuela del positivismo que se desarrolló con tanta fuerza en México. Yo aprendí de todo esto; se dieron discusiones entre O’Gorman y Lujan. ¡Hubo tantos pleitos, tan espantosos que nos asustaban… Ahora ya no discutimos tanto. Fue en la Facultad donde se dieron discusiones de muy distinto tipo. Ése fue el lugar de discusión, no en el Instituto.[42]

En lo que parecen coincidir todos los testimonios de estas historiadoras es en la importancia de los seminarios en su formación. Funcionaron varios en esa época, pero al parecer fue el de Edmundo O’Gorman el gran semillero de historiadores, pero también de historiadoras. Virginia Guedea comenta que O’Gorman “no había sido su maestro ni en la licenciatura ni en la maestría, y entré con él al doctorado. Su seminario era terrible para mí porque estaba gente muy ilustre, de una generación un poco mayor que yo, pero aprendí muchísimo. Yo ingresé en el año de 1965 y creo que dejé de ir en el año de 1985, cuando ya se deshizo el seminario. Y agrega, “Fue difícil que fuera aceptada por la importancia de O’Gorman como maestro, y por su genio”.[43] Entre otros integrantes de este seminario, estaban Rosa Camelo, Jorge Alberto Manrique, Roberto Moreno de los Arcos, Álvaro Matute, Andrés Lira y Elías Trabulse. Para otras historiadoras también O’Gorman cumplió una función determinante en su formación, Josefina Vázquez observa “Para muchos, nada era comparable a las presentaciones magistrales de don Edmundo O’Gorman. Su embrujo era apabullante. Odiado y adorado, “el Monstruo”, como lo apodaban, era el maestro, el inconforme, el polemista cuestionador, el destructor de mitos, el terror de todos sus oponentes…Su curso de Historiografía General nos abrió el amplio horizonte de la historia, el problema de la verdad histórica y el de la verdadera tarea del historiador”.[44] Para esta historiadora también la asistencia a su seminario fue muy importante en su formación.

Dos historiadoras sobresalen durante esos años: Josefina Muriel[45] y Clementina Díaz y de Ovando,[46] por su formación, pero sobre todo por su relevante desempeño como historiadoras. En un mundo dominado por los varones, supieron abrirse camino como profesionistas e iniciaron nuevas líneas de investigación. La primera, Josefina Muriel, se destaca por sus estudios sobre los conventos, los hospitales, los colegios de niñas, y en general la vida de las mujeres en el periodo colonial,[47] pues como ella afirma “en la cultura femenina novohispana nadie se había metido a trabajar”. Temas que posteriormente llamarán el interés de las nuevas generaciones de historiadoras bajo la influencia de la Historia Cultural. Sin duda, en la preocupación por estas temáticas influyó su historia personal, pues a Muriel en su niñez le tocó vivir la rebelión cristera, su padre perteneciente a los Caballeros de Colón, prestó su casa para que se pudieran oficiar misas, y comenta: “..se me fue formando una conciencia de que teníamos un gobierno malo porque atacaba la libertad de los ciudadanos”.[48] Ella asistió al Colegio Motolinia, y decidió estudiar historia cuando todavía el edificio se hallaba en la calle de Licenciado Verdad y había sido parte del convento de Santa Teresa, después, comenta, nos cambiamos a la bella Casa de Mascarones en San Cosme. Al igual que las otras historiadoras comparte la admiración por el alto nivel de sus maestros: Pablo Martínez del Río, Rafael Gracia Granados, Antonio Caso, Carlos Lazo, Oswaldo Robles, Manuel Toussaint, así como Federico Gómez Orozco y Rafael Heliodoro Valle. Se recibió en 1946, pero ya para entonces había realizado sus estudios de maestría y doctorado, por lo que en ese mismo año obtuvo también esos dos títulos, obteniendo la Magna Cum Laude en los dos exámenes. Una anécdota, cuando iba a presentar su examen de doctorado, muestra la personalidad segura de Muriel y el temperamento de O’Gorman. Sus sinodales eran: Rafael García Granados, Alberto María Carreño, Edmundo O’Gorman, Federico Gómez de Orozco y Pablo Martínez del Río, la plana mayor de los historiadores de la Facultad. Y rememora Muriel que temía a O’Gorman, al que nunca tuvo de maestro pero si como amigo. “Momento antes de entrar al acto, en la cafetería, cuando le comentaba del miedo que tenía me preguntó: ¿has leído a fulano de tal? No, respondí. ¡Ah¡, pues debiste haberlo leído. Bueno, pero ya ni modo no lo leí. ¿Por qué no me lo aconsejaste?, le reproché, porque él había dirigido prácticamente parte de mi tesis de doctorado. Llegó la hora y subimos al aula de los exámenes. Como sinodal su última pregunta fue ¿qué dice fulano de tal respecto a los conventos? Maestro O’Gorman –respondí (porque ahí no le podía decir Edmundo)-. Cuando estábamos tomando café hace un rato, usted me preguntó eso, y le contesté que no le había leído, ¿por qué insiste ahora en preguntarme lo mismo? Carcajada general y ya, ahí acabó”. También después del examen le interrogó Alberto María Carreño si seguiría estudiando a las monjas, y yo que estaba nerviosísima y agotadísima, le respondí: “no quiero saber una palabra más de ninguna monja, me dedicaré a las prostitutas”. Y ciertamente, años después, me dediqué a ellas cuando escribí Los recogimientos de mujeres de la Nueva España.

Clementina Díaz y de Ovando no se formó como historiadora, sino fue Licenciada en Letras Españolas, igualmente hizo sus estudios de maestría y doctorado en la misma especialidad. Ingresó al Instituto de Investigaciones Estéticas en 1943, siendo la primera mujer en esa institución. Comenta que su cubículo estaba junto al de Justino Fernández, y en un principio él no le dirigía la palabra, sólo tiempo después que conoció su obra mereció su saludo, y finalmente se convirtió en su mentor y fraternal amigo. Entre sus obras están: La Escuela Nacional Preparatoria. Los afanes y los días 1867-1910,  La Ciudad Universitaria de México. Reseña histórica 1929-1955, Odontología y publicidad en el siglo XIX, El doctor Manuel Carmona y Valle y la fiebre amarilla. Su noticia periodística 1881-1886, Los Veneros de la Ciencia Mexicana. Crónica del Real Seminario de Minería (1792-1892), Crónica de una Quimera. Una Inversión Norteamericana en México, 1879, Invitación al baile. Arte, espectáculo y rito en la sociedad mexicana (1825-1910), así como diversos estudios sobre la cultura y la historia decimonónica, como su antología de Vicente Riva Palacio.[49] Es de notar la originalidad de los temas que trabajó y en ellas por lo regular hizo un especial uso de las fuentes hemerográficas. Fue la primera mujer en dirigir en IIE, también la primera mujer miembro de la Junta de Gobierno en 1976. Asimismo, fue miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia y también miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1983 fue nombrada Investigadora Emérita del Instituto de Investigaciones Estéticas y en 1988 obtuvo el Premio Universidad Nacional.

Ciertamente para esos años se formaron más historiadoras, pero no deja de llamar la atención de que todavía se mantiene cierta jerarquía y prevalencia de los varones. Aunque aumentaba la matrícula universitaria, el acceso era limitado y continuaba siendo elitista, la mayor parte de estas nuevas historiadoras procedían de clases acomodadas, habían estudiado en colegios particulares, preferentemente en los de monjas.

El caso de la Academia Mexicana de la Historia, correspondiente a la de Real de Madrid, ilustra esta desigualdad y la predominancia masculina. Matute observa que el hecho de que se constituya una minoría que aspira a ser rectora en este caso del saber histórico nacional, le da un carácter de elite.[50]

Esta Academia intentó formarse desde mediados del siglo XIX, pero las circunstancias del país lo impidieron, fue hasta 1919 que se pudo gestionar su formación con la correspondiente en España, y así el 12 de septiembre se inauguró y fue constituida por 24 sillones. Los fundadores fueron Francisco Sosa, Francisco Plancarte (arzobispo de Monterrey), Ignacio Montes de Oca (obispo de San Luis Potosí). Luis García Pimentel, Francisco A. de Icaza, Mariano Cuevas, Manuel Romero de Terreros, Jesús García Gutiérrez (canónigo honorario de la Basílica de Guadalupe), Jesús Galindo y Villa, Luis González Obregón, Juan B. Iguíniz y Genaro Estrada. Al respecto observa Josefina Vázquez, que, durante las primeras décadas, el común denominador de los elegidos parece haber sido de acendrada posición hispanista-católica, tanto que alguno apenas pudiera considerarse historiador, por lo que durante sus tres primeras décadas se limitó la selección de sus miembros con criterios ideológicos y de método histórico.

En sus primeros años de existencia tuvo dificultades económicas para mantenerse, y no fue sino hasta que Atanasio Saravia y Manuel Romero de Terreros lograron, con apoyo de importantes empresarios, constituir un fideicomiso en el Banco Nacional de México. Atanasio, con habilidad, también consiguió que el presidente Miguel Alemán le donara a la Academia el terreno de la plaza Carlos Pacheco y “mediante un trueque con Bienes Nacionales, del INAH”, con lo que se consiguió la hermosa fachada barroca, que hubiera pertenecido a la residencia colonial de los Condes de Rábago.[51] Con la inauguración de su nuevo edificio en 1953, la Academia se profesionalizó, permitiendo la entrada de los nuevos historiadores. En 1956 fue electo Arturo Arnáiz y Freg que propició el ingreso de académicos como Alfonso Teja Zabre, Francisco de la Maza, Justino Fernández y Jesús Reyes Heroles e incluso el gran heterodoxo Edmundo O’Gorman. No obstante, señala Matute, el carácter elitista de la academia persistió, pese al ingreso de historiadores con formación universitaria, participando tanto historiadores de la Academia Mexicana como de la Real de Madrid. También llama la atención la aceptación tardía de las historiadoras a la Academia, pues no sería hasta la década de 1990 cuando empezaron a ser nombradas miembros de número, como Josefina Muriel, Beatriz Ramírez de la Fuente, María de los Ángeles Romero Frzzi. Sólo Clementina Díaz y de Ovando formó parte desde 1974.

LA DÉCADA DE 1970, LA MAYOR PRESENCIA DE HISTORIADORAS.

Los años setenta representaron un verdadero cambio paradigmático en la educación superior. Después del movimiento del 68, el gobierno priista buscaba recuperar la legitimidad perdida por la fuerte represión de ese movimiento, por lo que una de sus políticas fue aumentar el presupuesto a la educación, incluyendo la educación superior. Ante una creciente población juvenil descontenta y demandante lo mejor era darles oportunidad se seguir sus estudios a niveles superiores. En general el aumento de la matrícula universitaria creció en muchos países, pero en México no tuvo precedentes. El gasto en educación superior creció exponencialmente en 1968 a la SEP se le asignaba 6 482 millones de pesos, para 1978 contaba con 74 373 millones, el subsidio de la UNAM, en esos mismos años, pasó de 425 millones de pesos a 7 597.[52] Con ello se multiplicó la matrícula de la educación superior a más de 233 mil alumnos. En la UNAM se formaron las Escuelas Nacionales de Educación Profesional (ENEP) y los Colegios de Ciencias y Humanidades (CCH), también se crearon la Universidad Autónoma Metropolitana y los Colegios de Bachilleres. El aumento de la matrícula y la diversificación de las carreras también lo vivieron las universidades estatales. También existió un importante aumento en la oferta de los Posgrados, y a ello contribuyó la creación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) en 1970.

En el caso de los estudios de historia, se amplió la oferta educativa y de investigación con la ampliación y creación de nuevas instituciones de educación superior. Paralelamente ocurrieron otros cambios que permitieron consolidar la investigación historiográfica, como la modernización de los archivos, tanto del Archivo General de la Nación (AGN) como los estatales y municipales. En general, se llevó a cabo una mayor profesionalización al crecer la oferta educativa en las antiguas y nuevas licenciaturas de historia, crearse nuevos estudios de posgrado y nuevos institutos de investigación, con la aparición de revistas especializadas, mayor intercambio académico de profesores y estudiantes en las universidades de Europa y de los Estados Unidos. A todo ello se sumó la llegada de los refugiados latinoamericanos que vinieron a enriquecer nuestro ámbito académico.

En este contexto de cambios institucionales-políticos, la academia de historia tuvo importantes transformaciones, una de ellas fue que el quehacer histórico se abrió a nuevas influencias historiográficas. Las tesis positivistas e historicistas vigentes en la primera fase de profesionalización dieron signos de agotamiento, la historia recurrió más a las ciencias sociales como la economía, la sociología, la ciencia política y la antropología, se privilegió el campo de la investigación social, y amplio nuevas modalidades cognitivas y  una mayor diversidad temática.[53] Así, la introducción de modelos conceptuales y métodos de investigación originados en otras esferas de investigación social desplazó al documento como el factor determinante en su lógica procedimental. Una manera diferente de entender el valor del documento permitió formular hipótesis, delimitar problemas de investigación, establecer criterios explicativos.[54]

Nos detenemos finalmente en dos historiadoras de esos años que cumplieron la función de agentes constructoras, labor antes sólo reservada a los varones: Alejandra Moreno Toscano[55] y Eugenia Meyer. La primera como directora del AGN emprendió la gran tarea de modernizarlo, primero convencer a las autoridades de que este archivo era importante, merecía ser albergado en una sede adecuada y debería contar con un presupuesto suficiente para llevar a cabo la gran labor de resguardar, clasificación y catalogar lo que los historiadores consideramos la principal reserva documental del país.[56] Las fuentes son básicas para el trabajo del historiador.[57] Al parecer la anécdota de su traslado fue que cuando esta nueva directora del AGN se entrevistó con el secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, y le solicitó mayor presupuesto para esta institución, y sobre todo un cambio de edificio a la antigua penitenciaría de Lecumberri, recién desocupada, con la finalidad de que se permitiera albergar conjuntamente toda la documentación que para esos años se encontraba dispersa (en Palacio nacional, en la Casa Amarilla y en el Segundo piso del Palacio de Comunicaciones, hoy Museo Nacional). El secretario le respondió que cuando ella demostrara que la historia era tan importante para el PIB como la producción de jitomates, tendría el presupuesto que requería.[58] Finalmente, en mayo de 1977, por decreto presidencial se dispuso a otorgar la antigua cárcel para instalar el archivo, y en 1982 se abrió la nueva sede. Así, la inmensa documentación que contenía el archivo se reorganizó, restauró y clasificó, documentos, fotografías, mapas, sellos y grabados.[59] En la inauguración de esta nueva sede Moreno Toscano expresó:

Señor presidente, los momentos excepcionales en la historia, en que se hace necesario tomar alternativas, decidir entre opciones que marcarán más tarde el destino de las generaciones siguientes, aquellos momentos que los contemporáneos suelen calificar con el nombre de crisis, son también los momentos en que la historia debe ser reescrita. Solo si se tiene conocimiento del trayecto seguido por la historia, pueden mirarse esos momentos sin desasosiego y encontrar en ellos la ocasión para continuar los cambios. En los papeles que aquí se conservan hay múltiples testimonios de ello […] la inauguración de esta obra material forma parte de ese mismo impulso, de esa gana colectiva de preservar nuestra conciencia histórica que, como hemos visto, no es otra más que la vocación de enfrentar el presente, de enfrentar los dilemas de cada día que deciden las posibilidades de la nación en el futuro[60]

De alguna forma el nuevo AGN significó un cambio decisivo en la profesionalización de la disciplina de la historia moderna en México, proceso que había comenzado en la primera mitad del siglo XX.[61]

Por su parte Eugenia Meyer estudió en la Facultad de Filosofía, de acuerdo con su testimonio[62] fue la primera generación que hizo la licenciatura en 1958, “porque antes eran maestros en Historia, no era maestría, eran maestros”. También ella se considera parte de la última generación formada por Edmundo O’Gorman, pues, aunque su mentor fue Juan Ortega y Medina, reconoce que aprendió a pensar históricamente de una manera diferente gracias a O’Gorman. Mientras estaba realizando su tesis de doctorado logró entrar al INAH, donde había un Departamento de Investigaciones Históricas, anexo al Castillo de Chapultepec, con el maestro Wilgberto Jiménez Moreno. Junto con Alicia Oliver de Bonfil empezó a plantear la posibilidad de comenzar a trabajar con la historia oral.[63] En ese tiempo “todo mundo se moría de risa, decían que si el área de estudio era un café con leche, que, si era un centro de sexo o bien era algo de odontología, y como éramos puras mujeres, todavía mayor risa”. Lo cierto es que esas historiadoras lograron crear el primer programa de Historia Oral y formar un rico reservorio de entrevistas, un amplio Archivo de la Palabra. En un principio recuperaron los testimonios de los combatientes de la Revolución, iniciaron con los zapatistas y villistas. Después fue llamada por Jesús Reyes Heroles, entonces secretario de Educación, para dirigir el Instituto Mora, esta institución tenía un año de creada pero no tenía una clara estructura, le correspondió a Eugenia Meyer organizarla, integrar un cuerpo de investigadores y definir líneas de trabajo, así se formó un campo de historia regional, de historia de los Estados Unidos, y otro de América Latina. También fundó la revista Secuencia en 1985.[64]

A pesar de la democratización de la profesionalización de la historia en esos años, todavía era limitada su participación de las historiadoras en puestos directivos, el caso de Alejandra Moreno Toscano y Eugenia Meyer que sin lugar a dudas fueron importantes agentes constructoras, su desempeño no solo obedece a su competencia y al nuevo papel social que tiene la mujer en esos años, sino también a sus redes y vínculos que lograron establecer en el medio académico y político.

COMENTARIO FINAL

Los trabajos de Graciela de Garay permiten ver que la historia oral es importante para construir de una forma más vívida la historia de las profesiones. Las historias de los arquitectos,[65] destacadamente la de Mario Pani, o la de los médicos es una muestra de ello. En este sentido, siguiendo José Carlos Sebe Bom Meithy, “la narración de los entrevistados es válida en sí misma, es una representación del mundo tan legítima como cualquier otra y puede y debe darse a conocer tal cual, y no necesariamente usarse como “una fuente más” que sólo cobra sentido al reunirla con otras para que el historiador construya un discurso”.[66]

Este trabajo pretende ser una breve aproximación a la formación y desempeño de las historiadoras, todavía falta mucho camino por recorrer en la escritura de su historia. Si bien para la década de 1990 la presencia de estas profesionistas era evidente tanto en las universidades como en los institutos de investigación, llama la atención que en el libro compilado por Enrique Florescano y Ricardo Pérez Montfort,[67] publicado en esos años, y en donde se exponen semblanzas de los historiadores precursores, así como entrevistas a historiadores de momento, lo que podemos considerar un parte relevante de la comunidad de historiadores del siglo XX. Encontramos en las semblanzas a 16 historiadores y en los testimonios a 24 historiadores y solo 4 historiadoras, lo que indica un gran desbalance, pues hay una abrumadora mayoría masculina en menoscabo de la femenina, en una etapa en que las historiadoras eran parte importante de esa comunidad, y muchas de ellas destacaban por sus aportes historiográficos.

En cambio, un testimonio relevante sobre la experiencia formativa y el desempeño de las historiadoras en esos años es el artículo de Dolores Pla, “Mis cuarenta años a orillas de la historiografía”,[68] en el que no sólo realiza un emotivo recuento de su formación y trayectoria, sino que nos remite a toda una generación que compartió con ella similares experiencias, precisamente en un contexto en que las mujeres accedían masivamente a los estudios superiores y en la que las profesionistas empezaban a tener mayores oportunidades de ingresar al mercado laboral. La década de 1970 fue una etapa privilegiada para el ingreso de las mujeres a la educación superior, y Dolores Pla observa que en esos años la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM era un verdadero banquete, por las clases, la oferta cultural (cine, teatro, música y lecturas), pero también por el ambiente feminista que permitía una nueva conciencia de ser mujer, y el fuerte activismo político que se vivía como secuela del movimiento del 68. Aunado a todo ello fue importante la llegada de los refugiados latinoamericanos quienes vinieron a revitalizar la comunidad académica de historiadores, sobre todo en la Facultad de Filosofía y Letras al vincular más la historia a las ciencias sociales.

BIBLIOGRAFÍA:

Betancourt Martínez, Fernando, “Los Fundamentos del Saber Histórico en el Siglo XX: Investigación social y metodología y racionalidad operativa”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea  40 (2010): 91-120.

Boudieu, Pierre, Homo Academicus, Buenos Aires: Siglo XXI, 2008.

Cano, Gabriela, “De la Escuela Nacional de Altos Estudios a la Facultad de Filosofía y Letras, 1910-1929. Un proceso de feminización” (Doctorado, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras 1996).

Cano, Gabriela, “La Escuela Nacional de Altos Estudios y la Facultad de Filosofía y Letras, 1910-1929”, Enrique González González (coord.), Estudios y Estudiantes de Filosofía, De la Facultas de Artes a la Facultad de Filosofía y Letras (1551-1929) México, UNAM-Colegio de Michoacán, 2008.

Concheiro San Vicente, Luciano, “Historia ¿Para Qué?, La Respuesta y la Pregunta” (Tesis de Licenciatura, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 2013).

De la Torre Villar, Ernesto, “El Boletín del Archivo General de la Nación, pulso de la historia mexicana”, Historia Mexicana, L: 4 (2001): 681-691.

Fernández Aceves, María Teresa, “Debate sobre el ingreso de las mujeres a la universidad y las primeras graduadas en la Universidad de Guadalajara, 1914-1933”, La Ventana 21 (2005).

Florescano, Enrique y Ricardo Pérez Montfort (compiladores),  Historiadores de México en el siglo XX, México, FCE, 1995.

Galeana, Patricia, “In Memoriam, Clementina Díaz de Ovando la alegría de vivir”, en Boletín de la Federación Mexicana de Universitarias AC 118 (2012).

Galván Lafarga, Luz Elena, “Historias de mujeres que ingresaron a los estudios superiores, 1876-1940”, en María Adelina Arredondo (coord.), Obedecer, servir y resistir, La educación de las mujeres en la historia de México, México, UPN-Miguel Ángel Porrúa, 2003.

Graciela de Garay, “Nueva fuente para la nueva historia. Eugenia Meyer recuerda los inicios de la revista Secuencia”, Secuencia 78 (2010): 179-198.

Graciela de Garay, “La historia oral en la arquitectura urbana (1940-1990), Secuencia, 28, (1994): 99-114.

García Barragán, Elisa, “Clementina Díaz de Ovando, Su horizonte cultural”, Revista de la Universidad de México, http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/9812/pdf/98garcia, consultado 1 de octubre de 2017.

Garcíadiego, Javier, Rudos contra científicos, La Universidad Nacional durante la Revolución Mexicana, México, UNAM-EL Colegio de México, 1996.

Hernández López, Conrado, Edmundo O’Gorman, Idea de la historia, ética y política, México, El Colegio de Michoacán, 2006.

Herrera, Juan Manuel, “Reloj de archivos”, Desacatos (2012): 187-192.

Herrera,  Juan Manuel y Victoria San Vicente (coords), Guía General del Archivo General de la Nación, México, Archivo General de la Nación, 1990 e Informe anual del Archivo General de la Nación correspondiente al ejercicio 2012, México, AGN, 2012 http://www.agn.gob.mx/menuprincipal/quienesomos/informesagn/pdf/informe_anual_agn_2012.pdf consultado 21 de septiembre de 2017.

Iggers, Georg G., La historiografía del Siglo XX, Desde la objetividad científica al desafío posmoderno, Chile, FCE, 2012.

Jiménez Nájera, Yuri, La construcción social de la UNAM, Poder económico y cambio institucional (1910-2010), México, Universidad Pedagógica Nacional, 2014.

Kosel, Andrés, La idea de América en el historicismo mexicano, José Gaos, Edmundo O’Gorman y Leopoldo Zea, México, El Colegio de México, 2012

Matute, Álvaro, La teoría de la historia en México, 1940-1973, México, SEP-Diana, 1974.

Matute, Álvaro, (compilador), El Historicismo en México, Historia y Antología, México, UNAM, 2002.

Matute, Álvaro, “Los fundadores de la Academia Mexicana de la Historia y sus correspondientes de la Real de Madrid 1919-1936”, México, IIH, Históricas Digital, 2016, pp. 321-340, http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/elites/estudios.html

Moctezuma Franco, Abraham, La historiografía en disputa, México, INAH, 2004.

Olivera, Alicia, “Treinta años de historia oral en México. Revisión, aportes y tendencias” en: C. Velasco (coord.), Historia y testimonios orales, México, INAH (Col. Divulgación), 1996.

Olivera, Alicia, Salvador Rueda y Laura Espejel, Historia e historias, Cincuenta años de vida académica del Instituto de Investigaciones Históricas, México, UNAM, 1998.

Pereyra, Carlos, et. al., Historia Para Qué, México, Siglo XXI, 1980.

Pla Brugat, Dolores, El aroma del recuerdo, Narraciones de españoles republicanos refugiados en México, México, Plaza y Valdés, CONACULTA-INAH, 2003.

Pla Brugat, Dolores, “Mis cuarenta años a orillas de la historiografía”, en Historia Contemporánea, núm. 1, 2014, https://revistas.inah.gob.mx/index.php/contemporanea/article/view/795/751

Quirarte, Vicente, “Los afanes y los días de Clementina Díaz de Ovando”, en Revista de la Universidad de México, http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/3406/pdfs/12_14  consultado 1 de octubre de 2017

Meyer, Eugenia, “Historia como creación permanente” en: Alicia Olivera de Bonfil (coord.), Los archivos de la memoria, México, INAH, 1999 (Col. Científica, Serie Historia)

Scott, Joan, “Historia de Mujeres”, en Peter Burke (ed.), Formas de hacer Historia, Madrid, Alianza Editorial, 1993.

Vázquez, Josefina Zoraida, “Cincuenta y tres años de las Memorias de la Academia Mexicana de la Historia, Historia Mexicana, L: 4 (2001): 709-718.

Gabriel Zaid, “Hinchadas de administración”, en Letras Libres, XII: 139 (2010): 24-26.

Zermeño, Guillermo, La cultura moderna de la Historia, Una aproximación teórica e historiográfica, México, El Colegio de México, 2002.

NOTAS

[1] Joan Scott, “Historia de Mujeres”, Formas de hacer Historia, ed. Peter Burke (Madrid, Alianza Editorial, 1993) 59-88.

[2]  Como profesora de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.

[3] En México la historia oral tiene una larga e importante trayectoria. Los trabajos pioneros en esta especialidad corresponden a Eugenia Meyer y Alicia Olivera, quienes formaron en 1972 el primer Archivo de la Palabra en el país. Después, en un segundo periodo, se formaron asociaciones y seminarios destacadamente en la Dirección de Estudios Históricos del INAH y en el Instituto Mora. Eugenia Meyer “Historia como creación permanente” en: Alicia Olivera de Bonfil (coord.), Los archivos de la memoria (México, INAH, 1999)175-188, y Alicia Olivera de Bonfil “Treinta años de historia oral en México. Revisión, aportes y tendencias” en: C. Velasco (coord.), Historia y testimonios orales (México, INAH, 1996) 73-90.

[4] Alicia Olivera, Salvador Rueda y Laura Espejel, Historia e historias, Cincuenta años de vida académica del Instituto de Investigaciones Históricas (México, UNAM, 1998). En esta obra estos autores entrevistan a Guadalupe Borgonio, Josefina Muriel, Ernesto de la Torre, Carlos Martínez Marín, Rosa Camelo, Miguel León Portilla, Amaya Garrtz, Virginia Guedea, Edmundo O’Gorman, Álvaro Matute, Víctor M. Castillo y Roberto Moreno.

[5] Scott 62.

[6] Pierre Boudieu, Homo Academicus (Buenos Aires, Siglo XXI, 2008) 26-27.

[7] Scott 65.

[8] Para Scott las profesiones son organizaciones políticas (en los múltiples sentidos de la palabra política) Scott 67.

[9] Para Bourdieu en todo campo existen confrontaciones internas, contiene un capital común y una lucha por su apropiación, entre quienes detentan el capital y quienes aspiran a poseerlo, señalando “El campo universitario reproduce en su estructura en campo del poder cuya estructura contribuye a reproducir por su propia acción de selección e inculcación”. Bourdieu 61.

[10] Georg G. Iggers, La historiografía del Siglo XX, Desde la objetividad científica al desafío posmoderno (Chile, FCE, 2012) 46. También para Michel De Certeau la operación histórica se refiere a la combinación de un lugar social, de prácticas científicas y de una escritura, y agrega, la escritura histórica se construye en función de una institución cuya organización parece invertir: obedece, en efecto, a reglas propias que exigen ser examinadas en sí mismas. El lugar social en donde se realiza la investigación historiográfica conlleva una producción socioeconómica, política y cultural. Michel de Certeau, La Escritura de la Historia (México, Universidad Iberoamericana, 1985) 72-73.

[11] Luz Elena Galván Lafarga, “Historias de mujeres que ingresaron a los estudios superiores, 1876-1940”, Obedecer, servir y resistir, La educación de las mujeres en la historia de México coord. María Adelina Arredondo (México, UPN-Miguel Ángel Porrúa, 2003) 222.

[12] Galván 221.

[13] Gabriela Cano, “La Escuela Nacional de Altos Estudios y la Facultad de Filosofía y Letras, 1910-1929”, Estudios y Estudiantes de Filosofía, De la Facultas de Artes a la Facultad de Filosofía y Letras (1551-1929) coord. Enrique González González (México, UNAM-Colegio de Michoacán, 2008) 541-543.

[14] Javier Garcíadiego, Rudos contra científicos, La Universidad Nacional durante la Revolución Mexicana (México, UNAM-EL Colegio de México, 1996) 252-261.

[15] Garciadiego 67.

[16] Galván 228.

[17] María Teresa Fernández Aceves, “Debate sobre el ingreso de las mujeres a la universidad y las primeras graduadas en la Universidad de Guadalajara, 1914-1933” La Ventana, 21 (2005): 99.

[18] Galván 230.

[19] Galván 233.

[20] Cano 565-566.

[21] Gabriela Cano, “De la Escuela Nacional de Altos Estudios a la Facultad de Filosofía y Letras, 1910-1929, Un proceso de feminización” (Doctorado, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, 1996) 270.

[22] Al respecto véase Cano 1996.

[23] Galván 230.

[24] El espacio institucional que destacó en esos años fue el Museo Nacional, modernizado durante el porfiriato y en donde se inician las cátedras y las investigaciones propiamente en Historia. Juan A. Ortega y Medina, Polémicas y Ensayos Mexicanos en Torno a la Historia (México, UNAM, 1970) y Guillermo Zermeño Padilla, La Cultura Moderna de la Historia, Una aproximación teórica e historiográfica (México, El Colegio de México, 2002)

[25] Para Conrado Hernández de 1940 a 1960 se llevó a cabo un proceso de institucionalización de la cultura mexicana, de profesionalización de la práctica de la historia y de consolidación de un nuevo modelo de Estado político. Conrado Hernández López, Edmundo O’Gorman, Idea de la historia, ética y política (México, El Colegio de Michoacán, 2006) 16.

[26] Entre los historiadores españoles que llegaron estaban: Rafael Altamira y Crevea, Ramón Iglesia, José Miranda y Wenceslao Roces, y en el ámbito filosófico fue relevante la presencia de José Gaos.

[27] Zermeño 148.

[28] Para Zermeño fue el historiador español Rafael Altamira y Crevea quien escribe un trabajo sobre “Ranke y el comienzo del método de seminarios en la historia”. Zermeño 173.

[29] José Gaos fue difusor de las corrientes filosóficas europeas en boga: historicismo y existencialismo, tuvo un especial preocupación por formar seminarios, pues pensaba que éstos, a diferencia de las clases, los estudiantes y profesores pueden participar activamente, al respecto señalaba “el seminario es la forma de enseñanza destinada a enseñar a trabajar personalmente en las disciplinas universitarias distintas de las ciencias sociales, por el procedimiento de trabajar efectiva, si bien gradualmente, bajo la dirección de un trabajador probado. En las ciencias naturales funcionan como seminarios los laboratorios”, citado por Gustavo Escobar Valenzuela, “José Gaos y la enseñanza de la filosofía”, Casa del Tiempo 26 (2010):101-107. Véase también Hernández López 25.

[30] Seminario para el estudio del pensamiento en los países de lengua española que funcionó en Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.

[31] Zermeño 195-202.

[32] Mientras para Silvio Zavala, representante del cientificismo, la historia aspira a conocer lo que realmente sucedió, de una manera objetiva e imparcial, para Edmundo O’Gorman, perteneciente al historicismo, es utópica esta asepsia de imparcialidad, y critica que esta pueda lograrse con una  exhaustiva información documental, es ilusoria búsqueda de certeza objetiva. Además, el pasado no es ajeno al presente, éste sólo puede existir en el presente. Para el historicismo existe una separación de lo natural y lo histórico como dos entidades cuyo conocimiento debe ser diferente. Al respecto véase Álvaro Matute, La teoría de la historia en México, 1940-1973, México, SEP-Diana, 1974; Álvaro Matute (compilador), El Historicismo en México, Historia y Antología (México, UNAM, 2002); Abraham Moctezuma Franco, La historiografía en disputa (México, INAH, 2004) y Conrado Hernández López, Edmundo O’Gorman, Idea de la historia, ética y política, (México, El Colegio de Michoacán, 2006) y Andrés Kosel, La idea de América en el historicismo mexicano, José Gaos, Edmundo O’Gorman y Leopoldo Zea (México, El Colegio de México, 2012).

[33] Si retomamos el planteamiento de Bourdieu la comunidad de historiadores la podemos examinar como un campo académico en el que existe una lucha entre los que detentan el poder y los que aspiran a tenerlo, y en donde participan los agentes sociales desde posiciones sociales dominantes o dominadas, determinadas por y determinantes del campo mismo.

[34] Yuri Jiménez Nájera, La construcción social de la UNAM, Poder económico y cambio institucional (1910-2010) (México, Universidad Pedagógica Nacional, 201) 191.

[35] Bourdieu 27. Véase también Jiménez Nájera 41.

[36] Gisela von Wobser, “Presentación” Historia e historias, Cincuenta años de la vida académica del Instituto de Investigaciones Históricas Alicia Olivera y otros (México, UNAM, 1998) 7.

[37] Laura Espejel, “Guadalupe Borgonio, Editar la Historia”, Olivera 19.

[38] Laura Espejel “Virginia Guedea, Historiadora de los contestatarios” Olivera 149-176.

[39] Laura Espejel “Amaya Garritz Trabajar para los demás” Olivera 133-148.

[40] Alicia Olivera, “Rosa Camelo Libertad de concebir la historia de otra manera” 85-98.

[41] Laura Espejel “Virginia Guedea, Historiadora de los contestatarios” Olivera 156.

[42] Laura Espejel “Virginia Guedea, Historiadora de los contestatarios” Olivera 165.

[43] Laura Espejel “Virginia Guedea, Historiadora de los contestatarios” Olivera164.

[44] Enrique Florescano y Ricardo Pérez Montfort (compiladores),  Historiadores de México en el siglo XX (México, FCE, 1995) 398.

[45] Alicia Olivera “Josefina Muriel Una vida de amor a la verdad y a la justicia” Olivera 29-50.

[46] Patricia Galeana, “In Memoriam, Clementina Díaz de Ovando la alegría de vivir” Boletín de la Federación Mexicana de Universitarias AC, 118, (2012), Vicente Quirarte, “Los afanes y los días de Clementina Díaz de Ovando”, en Revista de la Universidad de México, http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/3406/pdfs/12_14, consultado 1 de octubre de 2017 y Elisa García Barragán, “Clementina Díaz de Ovando, Su horizonte cultural”, Revista de la Universidad de México, http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/9812/pdf/98garcia, consultado 1 de octubre de 2017.

[47] Entre algunas de sus obras están: Conventos de monjas en la Nueva España (1946), Retratos de monjas (1952), La sociedad novohispana y sus colegios de niñas. I. Fundaciones del siglo XVI (1955), Hospitales de la Nueva España (1956), Las indias caciques de Corpus Christi (1963), Los recogimientos de mujeres. Respuesta a una problemática social novohispana (1974), Cultura femenina novohispana (1982), Los vascos en México y su Colegio de las Vizcaínas (1987) y La sociedad novohispana y sus colegios de niñas. II. Fundaciones de los siglos XVII, XVIII y XIX (2005).

[48] Alicia Olivera “Josefina Muriel Una vida de amor a la verdad y a la justicia” Olivera 29-50.

[49] Entre sus obras están: El Colegio Mexicano de San Pedro y San Pablo (1951), Obras completas de Juan Díaz Covarrubias (1959), La Escuela Nacional Preparatoria. Los afanes y los días (1972), Vicente Riva Palacio. Antología (1976), La Ciudad Universitaria. Reseña histórica 1929-1955 (1979), Odontología y publicidad en la prensa mexicana del siglo XIX (1982), Crónica de una quimera. Una inversión norteamericana en 1879 (1989) y  La postura de México frente al patrimonio arqueológico nacional (1990).

[50] Álvaro Matute, “Los fundadores de la Academia Mexicana de la Historia y sus correspondientes de la Real de Madrid 1919-1936”, (México, Instituto de Investigaciones Históricas, Históricas Digital, 2016) 321-340, http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros

/elites/estudios.html

[51] Josefina Zoraida Vázquez, “Cincuenta y tres años de las Memorias de la Academia Mexicana de la Historia,  Historia Mexicana, L: 4 (2001): 709-718.

[52] Gabriel Zaid, “Hinchadas de administración”, Letras Libres, XII: 139 (2010) 24-26.

[53] Fernando Betancourt Martínez, “Los Fundamentos del Saber Histórico en el Siglo XX: Investigación social y metodología y racionalidad operativa”,  Estudios de Historia Moderna y Contemporánea, 40, (2010): 91-120.

[54] Betancourt Martínez 110-119.

[55] Alejandra Moreno Toscano estudió Historia en la Facultas de Filosofía y Letras, realizó también estudios en El Colegio de México y en Francia.

[56] Para Ernesto de la Torre Villar la gestión de Alejandra Moreno Toscano significó un cambio de 180 grados en la vida del AGN. “Adaptó el enorme edificio de Lecumberri, convirtiéndolo en magnífico receptáculo para la inmensa documentación que guardaba, reorganizó y modernizó la administración, apresuró la labor de catalogación de todos los ramos, publicó atractivos y útiles fascículos catálogos sumarios de cada uno de los ramos. También se publicaron otros que encierran material existente como mapas, sellos y grabados, lo cual contribuyó a proporcionar una información más extensa de los fondos”. Ernesto de la Torre Villar, “El Boletín del Archivo General de la Nación, pulso de la historia mexicana” Historia Mexicana, L: 4 (2001): 681-691. Véase también Juan Manuel Herrera, “Reloj de archivos” Desacatos (2012): 187-192.

[57] Luciano Concheiro San Vicente, “Historia ¿Para Qué?, La Respuesta y la Pregunta” (Tesis de Licenciatura, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, 2013).

[58] Al parecer fue en ese contexto que apareció la publicación del libro Historia Para Qué (México, Siglo XXI, 1980) en la que participaron Carlos Pereyra, Luis Villoro, Luis González, José Joaquín Blanco, Enrique Florescano, Arnaldo Córdova, Héctor Aguilar Camín, Carlos Monsiváis, Adolfo Gilly y Gullermo Bonfil Batalla,

[59] Cuando el AGN se mudó a este nuevo recinto en 1982, tuvo por fin el espacio suficiente para reunir sus acervos y la posibilidad de traer hacia el Archivo una gran cantidad de documentos históricos que se encontraban dispersos en distintas entidades y dependencias gubernamentales. Asimismo, las nuevas instalaciones permitieron ofrecer al público condiciones adecuadas para la investigación y la difusión de los acervos. Véase Juan Manuel Herrera y Victoria San Vicente (coords), Guía General del Archivo General de la Nación, México, Archivo General de la Nación, 1990 e Informe anual del Archivo General de la Nación correspondiente al ejercicio 2012, México, AGN, 2012 http://www.agn.gob.mx/menuprincipal/quienesomos/informesagn/pdf/informe_anual_agn_2012.pdf consultado 21 de septiembre de 2017.

[60] Citado por Juan Manuel Herrera, “Victoria San Vicente, Archivística Privilegiada” LEGAJOS 2 (2014): 113-114.

[61] Herrera 115.

[62] Graciela de Garay, “Nueva fuente para la nueva historia. Eugenia Meyer recuerda los inicios de la revista Secuencia”, en Secuencia 78 (2010): 179-198.

[63] Así inició el Archivo de la Palabra del Instituto Nacional de Antropología e Historia, creado y dirigido por Eugenia Meyer. Como expresa Dolores Pla, colaboradora de este proyecto, su intención era crear documentos que habrían de ser usados en un futuro por distintos especialistas; en palabras de Meyer “rescatar y salvaguardar fuentes primarias: los testimonios directos de hombres y mujeres que han vivido y viven [los] cambios del acontecer nacional”. Dolores Pla Brugat, El aroma del recuerdo, Narraciones de españoles republicanos refugiados en México (México, Plaza y Valdés, CONACULTA-INAH, 2003): 21.

[64] Graciela de Garay, “Nueva fuente para la nueva historia. Eugenia Meyer recuerda los inicios de la revista SecuenciaSecuencia 78 (2010).

[65] Graciela de Garay, “La historia oral en la arquitectura urbana (1940-1990) Secuencia 28 (1994): 99-114.

[66] Citado por Dolores Pla Brugat, El aroma del recuerdo, Narraciones de españoles republicanos refugiados en México (México, Plaza y Valdés, CONACULTA-INAH, 2003): 21.

[67] En la advertencia de esta obra los compiladores señalan que a pesar de las importantes funciones sociales de los historiadores, “carecemos de una guía que permita reconocer las numerosas escuelas y tradiciones fundadas por los historiadores mexicanos. Tampoco hay un libro que describa sus contribuciones y señale los perfiles de su trabajo”. Además señalan que se dieron a la tarea de enviar un cuestionario a diferentes historiadores para saber cómo se iniciaron en este oficio y cuáles fueron las experiencias más importantes en su desarrollo profesional. Enrique Florescano y Ricardo Pérez Montfort (compiladores) Historiadores de México en el siglo XX (México, CONACULTA-FCE, 1995): 7.

[68] Dolores Pla, “Mis cuarenta años a orillas de la historiografía”, en Historia Contemporánea, núm. 1, 2014, https://revistas.inah.gob.mx/index.php/contemporanea/article/view/795/751

 

*Doctora en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora titular de tiempo completo en la Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa. Publicó el libro Las finanzas púbicas durante la revolución. El papel de Luis Cabrera y Rafael Nieto al frente de la Secretaría de Hacienda, México, UAM-Iztapalapa, 1997. Así como diversos artículos en revistas especializadas y capítulos de libro.

**Imagen: IISUE/AHUNAM/Colección Incorporada Saul Molina Barbosa/ Carlos Lazo Barreiro/ Exp. 156/ SM-CL- E0156-007