24 de junio de 2024

La voluntad de cambiar, elecciones 2024. Del voto de castigo al voto de aprobación.

Por Rodolfo Uribe Iniesta*

El proceso y el resultado de las elecciones mexicanas del 2024 dan lugar a una gran cantidad de observaciones y deliberaciones interesantes que, por razones de espacio sólo podré enunciar. No sólo resulta interesante la discusión actual en los medios progresistas de saber si se trata ya de un cambio de régimen frente a la clase dominante y dirigente entre 1920 y 2018, sino que más allá de los diversos niveles de confrontación que se pueden analizar como nunca en la historia de México —quizás el mayor logro del esfuerzo, la política del movimiento y la presidencia de Andrés Manuel López Obrador—, la política en México, la transición y las campañas electorales atravesaron por lo cultural. Además de la aceptación del principio enunciado ya en su tiempo por Alejandro de Humboldt, de que México es el país más desigual del mundo, el sólo hecho de visibilizar lo que apenas era mencionado en publicaciones de los ideólogos, estudiosos o militantes de izquierda, la discusión sobre la etnicidad y la pobreza, ahora fue universalmente aceptado por toda la población. Por ejemplo, queda patente el registro de la cuestión que hace Enrique Krauze cuando presenta como la nueva Virgen de Guadalupe a una persona de origen y aspecto indígena para representar a los partidos tradicionales y poderes fácticos. Aunque fuera una operación falsa, como en el caso de Cuauhtémoc Blanco en el estado de Morelos, que se presenta como una persona pobre, de barrio, aunque en los anteriores 20 años había ganado un millón de pesos mensuales, cuando menos desde fines del siglo pasado. Y el que la señora Gálvez todo el tiempo oscilara entre negar y aceptar pertenecer al partido tradicional de la derecha, el Partido Acción Nacional, aunque había trabajado en su administración federal y sido delegada y senadora por ese partido, además de muchas mentiras más que se fueron descubriendo en el camino. En el mismo sentido, una victoria ideológico política y hasta cultural fue el que los programas de apoyo directo a poblaciones vulnerables que AMLO propuso desde su programa de gobierno para el estado de Tabasco en 1994 y puso en efecto siendo jefe de gobierno de la Ciudad de México, a pesar del voto en bloque en contra y los rechazos de todos los voceros de los partidos tradicionales y poderes fácticos (lo que podemos describir como la pared mediática), lo primero que hizo la candidata opositora fue sacarse sangre en una plaza pública para jurar que contra lo que ella misma había declarado, no los quitaría.

Lo más visible, lo que pasmó tanto a la pared mediática (todos los locutores de las radios y televisoras comerciales, junto con los lectores de noticias de sus servicios informativos) como a los académicos e intelectuales, es que el partido Morena no sólo igualó la más alta votación que había obtenido un candidato en 2018, sino que la superó en 5 millones. Si bien la votación del 2018 se puede explicar como un voto de castigo contra los excesos de corrupción, desigualdad social y las políticas neoliberales de 36 años de los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional y de Acción Nacional, y también por el carisma del líder Andrés Manuel López Obrador en su tercer intento por ser presidente (carisma que en su momento tuvo Cuauhtémoc Cárdenas), la votación de 2024 a favor de una científica y política calificada de no carismática, e incluso acusada en los debates por su competidora de “ser fría”, deja sin lugar a dudas que se trata de una aprobación mayoritaria de la población del proyecto del que ella abiertamente se ha manifestado como continuadora.

El corte de 2018 rompiendo la “alternancia política” PRI/ PAN, producto de la “transición democrática”, que según han defendido en esta campaña los intelectuales, exfuncionarios y miembros de los organismos autónomos estatales, fue universalmente calificada, incluso en su momento por la propia Xóchitl Gálvez, como un voto de rechazo a la llamada “clase política”. A esa conjunción de intereses entre políticos, algunos empresarios, académicos (la cúpula de CONACYT, el Foro Científico Consultivo y la Academia Mexicana de Ciencias), medios de comunicación, periodistas y comunicadores selectos, cuya formación fue impulsada como parte de las políticas neoliberales de “profesionalización” de la política cuyo objetivo era la “desdramatización” de la misma para asegurar una estabilidad de políticas cuyo objetivo eran los “cambios estructurales”, a saber, la privatización y apertura de condiciones de competencia iguales para extranjeros que para nacionales, sin restricción de sectores. Un ejemplo de esta política fue la nueva ley petrolera de 2014 en la que muchos párrafos se inician con la frase: “el Estado mexicano no” hará esto o aquello. Una ley que antes que fijar las competencias del Estado y definir una política energética, como la redacción de las antiguas cartas de intención del Fondo Monetario Internacional del siglo pasado, lo limitaban y condicionaban reconociendo la superioridad jerárquica de leyes, tratados y tribunales extranjeros. En este sentido un gravísimo error de la campaña de esta oposición fue que al presentar al “equipo” de la nueva candidata autocalificada como “ciudadana”, eran absolutamente todos exfuncionarios de las pasadas administraciones encabezados por el ideólogo del neoliberalismo mexicano José Ángel Gurría.

Pero al mismo tiempo, y en tanto tuvieron 36 años de gobierno en los que modificaron casi totalmente la Constitución, hicieron nuevos libros de texto, contaron con todo el apoyo y control de los medios electrónicos y periódicos, además de cambiar totalmente la Suprema Corte y, sobre todo, acelerar las privatizaciones y concesiones y una política administrativa en la que todo se concursaba de manera externa mediante formatos como el “outsourcing”. Incluso la Reforma Educativa permitía que cualquiera pudiera convertirse en profesor sin pasar por una formación especializada. Así generaron todo un estamento social dependiente de este tipo de prácticas, que va desde los encumbrados millonarios de las empresas (Carlos Slim, Ricardo Salinas Pliego) hasta toda una clase media aspiracionista regida con un código cultural de narcisismo y consumismo (los mirreyes, las ladies y lores del Facebook). Un estamento que al no estar orgánicamente ligado a instituciones estatales cree no depender del presupuesto público, pero que en realidad sí vive de “concursar” por él, incluso si está en la nómina. Y en esta lógica, al tener como único objetivo la obtención de la mayor cantidad de dinero para mantener altos niveles de consumismo, borraron o se hicieron insensibles a los principios éticos, y no les importó, sobre todo a los poderes fácticos a nivel estatal, asociarse con los carteles violentos que impusieron regímenes de “gobierno privado indirecto” y practicas “necrocapitalistas” (Mbembe, 2011 y Banerjee, 2008). Un ejemplo, lo dio la misma candidata Gálvez que al explicar su fortuna evidentemente no la entendía como corrupción, sino como práctica normal de negocios, acciones que implicaban conflictos de intereses.

Éste fue el “bloque histórico” que a lo largo de todo el sexenio fue utilizado como base social por parte de la vieja clase político-económica neoliberal. Y para combatir al gobierno recurrieron a todo tipo de prácticas de “guerra jurídica” o lawfare, desde la formación de un grupo de litigación estratégica para “empapelar” con amparos para detener toda obra o acción de gobierno, incluyendo el golpe de Estado en el poder judicial con el nombramiento de la ministra Norma Piña, que pasaría inmediatamente a declarar inocentes a todos los acusados por la actual Fiscalía General de la República, a declarar inconstitucionales toda decisión, reforma o ley procedente del Poder Ejecutivo (lo que en sí constituye un golpe de Estado e invasión de funciones de otro poder) y cínicamente a liberar a todos los grandes capos que encarcelaba la Fiscalía, la Guardia Nacional o el Ejército.

La otra parte de la guerra judicial fue una “guerra propagandística y cultural” mediante la intervención permanente de los más famosos intelectuales y todos los locutores y lectores de noticias de radio y televisión, generando una verdadera “pared mediática”, en donde quien no tuviera internet o acceso a los escasos medios que antes llamábamos independientes (porque en efecto eran independientes tanto del gobierno como de los grandes capitales) no tenía ningún otro modo de informarse ni siquiera de las conferencias diarias que da el presidente (“Mañaneras”). Su esfuerzo llegó a que todo el tiempo buscaron todo tipo de recursos legales para impedirle al presidente realizar tales conferencias, e incluso, en sus argumentaciones, llegaba a querer prohibirle al presidente hablar o querer hacer política. Sus incongruencias “democráticas” llegaron al grado de boicotear desde adentro del Instituto Nacional Electoral, dirigido por Lorenzo Córdova, y mediante campañas públicas por la no participación, la mayor oportunidad de ejercer la soberanía popular como fue la votación universal por la revocación del mandato, puesta ya en práctica por AMLO cuando fue jefe de gobierno del D. F., y elevada a rango constitucional durante su presidencia.

La parte propagandística y cultural de esta guerra jurídica fue la doble estrategia de querer presentar a AMLO como un dictador y como un peligro para las formas e instituciones jurídicas creadas por la “transición política” (que en realidad han funcionado como una privatización encubierta en donde los capitales se autocontrolan, y cuyo resultado ha sido una mayor monopolización en todos los campos en los que actúan, la protección de la misma clase política y plazas metasexenales bien pagadas, además de pensiones doradas por pocos años de servicio y “seguros” por despido). Lo que han defendido los intelectuales y académicos como logros democráticos, tiene sentido dentro del propio bloque social y clase política neoliberal, pero no para la enorme mayoría de la población. Por lo que tal mensaje cayó en el vacío. Y en el primer caso, para atacar a AMLO generaron una caricatura del personaje y no un análisis de sus políticas, acciones y verdadero carácter y errores, al que agregaron una actitud mezquina de no reconocer ningún logro incluso incuestionable, como el del manejo de la política monetaria y financiera, en lo que superó de lejos lo logrado por los gobiernos neoliberales. Pero su mayor error fue que sus intelectuales y su bloque histórico terminaron creyéndose la caricatura que fabricaron (como la de “Mesías tropical” de Enrique Krauze), y tanto en las argumentaciones de calle de sus seguidores, como las disertaciones universitarias como las que ha estado dando el abogado general de la UNAM y los debates mediáticos, se fueron en contra de un personaje que ellos inventaron y por lo tanto no tuvieron eficacia. Y además, la suma de ambas campañas, por ejemplo la acusación de que AMLO quiere perpetuarse o reelegirse en lugar de contraponerlo a los sectores populares, resultó en todo lo contrario porque le estuvieron diciendo al pueblo lo que quería que pasara y que se manifestó amplia y suficientemente en las urnas: más de la cuarta transformación. La respuesta a la caricaturización tuvo todo el sello del humor e irreverencia popular al convertirse en muñequitos llamados “amlitos”, que en su impotencia, este bloque pidió prohibir jurídicamente, logrando del efecto contrario de potenciarlo como símbolo de adhesión y cariño a AMLO. Lo mismo ha ocurrido con el concepto académico de “populista”, que los intelectuales usan como insulto pero que las masas reciben como reconocimiento de que alguien está de su lado.

Todo esto evidencia la certeza de la acusación que promovió AMLO todo el tiempo: la jerarquización, el racismo y el clasismo del bloque neoliberal conservador. Una situación que es constitutiva de México como país colonizado y colonial, que vino a sumarse y darle un toque propio (¨tropicalizar”) las ideas, dogmas y antropología neoliberal (que busca reducir el hombre al mero homo economicus que sólo busca la maximización de satisfactores). Se hizo evidente que los grandes intelectuales mexicanos actuales: Roger Bartra, Aguilar Camín, Enrique Krauze, Sergio Aguayo, Denisse Dresser, y el resto de los “abajofirmantes”, no conocen al “pueblo” de México, y demuestra también el acierto de AMLO al no hablar de ciudadanos sino recuperar la categoría de “pueblo”, que resulta una manera local de interpretar y llevar exitosamente a la práctica las proposiciones de Antonio Negri (1994) sobre “lo común” y “lo constituyente”: ese espacio desde el cual y donde las masas en última instancia tienen el poder de reconstituir las formas políticas y jurídicas de convivencia en un espacio político.

Finalmente, tras la baja relativa del peso (no a los niveles de comienzo de sexenio) y de la actividad de la bolsa, que se interpretó como que “se pusieron nerviosos los mercados”, quedó claro que, como señaló en una entrevista el periodista René Delgado, al proponer el cambio del poder judicial legitimado por 35 millones de votos, la cuarta transformación no enfrenta a “grupos políticos nacionales desanimados y derrotados” sino a poderes globales, con lo que quedó desnudo un nivel más alto de la confrontación: el de la democracia contra el neoliberalismo, el de la necesidad y voluntad popular contra la dictadura global de los grandes capitales que han estado y están detrás del grupo opositor del PRI y el PAN. López Obrador pudo gestionar este conflicto por una parte por el autorreconocimiento del grupo político dominante de que ya no tenía capacidad de mantener el gobierno. Y por el otro lado aceptar y negociar con los poderes fácticos innegables como el grupo de inversión Black Rock o el propio Carlos Slim. El enorme reto que viene ahora para la primera presidenta de México será el cómo gestionar esta contradicción para “poner el segundo piso” de la cuarta transformación avanzando con la disminución de la desigualdad económica social del país y no ser efectivamente boicoteada por los capitales globales o incluso los actos de violencia de la asociación de los poderes fácticos locales y la delincuencia organizada, y hasta el sabotaje de las viejas organizaciones corporativas y burocráticas como se dio en el caso del incendio del sistema de control automático del metro y todos los malos funcionamientos y tortuguismos provocados por el mezzopoder burocrático.

 

Referencias

Banerjee, Subhabrata (2008). “Necrocapitalism”, Organization Studies 29 (12), SAGE Publications.
Mbembe, Achille (2011). Necropolítica seguido de Sobre el gobierno privado indirecto, Madrid, Melusina.
Negri, Antonio (1994). El poder constituyente, Madrid, Prodhufi.

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* Rodolfo Uribe es doctor en Ciencias Sociales del Colegio de México. Investigador titular Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM, investigador invitado Universidad de Salamanca y de la Australian National University.