qué/ ¿poesía?

Proximidad de la poesía. Parte I. Por Luis Cortés Bargalló

Luis Cortés Bargalló *

Proximidad de la poesía
(primera parte de dos)

En nuestro mundo —si es que hay algo que se le pueda llamar así, como cuestiona Peter Handke—, los medios de comunicación emanados de las tecnologías informáticas se han concentrado en la manipulación, la creación y, por supuesto, la explotación de imágenes, códigos, o la representación de sensaciones y ambientes que alientan la idea de una mayor cercanía y hasta la de familiaridad con una lejanía que, forzosamente maquillada —y hasta provista de una estética calculada—, no pareciera estar fuera del alcance. Al hacerlo, circunscritos y determinados casi siempre por propósitos venales, lo que verdaderamente consiguen es un diametral alejamiento de la realidad, es decir, se constituyen —como anticipaba Kafka— en una fábrica de “fantasmagorías” que han alcanzado, con nuestra colaboración, tal coherencia, uniformidad y aun verosimilitud que, como idea, construcción y hasta práctica social han logrado establecerse como descripción plausible y moneda de cambio para negociar la soledad del individuo, las distancias y distanciamientos, pero también para acrecentar la actividad de los gestores —que se hacen llamar políticos— de los intereses económicos y de los poderes que rigen un sistema en el que lo político, por cierto, y la vida social son asuntos de segundo rango. Una cercanía conseguida mediante la vertiginosa sobreexposición y trasiego de exterioridades, una realidad a medias tintas, “fantasmal”, ya que de manera expresa prescinde de la presencia y, por tanto, la desplaza, la minimiza o descarta como parte esencial de toda experiencia. Se trata así de un desmantelamiento de la experiencia misma que, al sustraer al sujeto —e, inevitablemente, al objeto mismo— puede encaminarse, con la maleabilidad dada por esa condición, hacia una sustitución banalizadora o mercantilista y a su muy rápido recambio.

En ese contexto no deben faltar quienes piensen —si no es que la mayoría— que el poema se presenta como un artefacto poco operativo, un tanto arcaico —si no es que mucho—, carente de los atractivos mediáticos y, en efecto, éste no los tiene porque simplemente no pertenece a esa especie que cada día se incrementa y diversifica, aunque sea para alcanzar una mayor uniformidad. El ámbito del poema es el lenguaje y la manifestación de un estado específico de éste: el que refleja la poesía y, más aún, el que, por esa razón lo vuelve materia viva que convoca a una experiencia —en nuestros días, de carácter muy personal, aunque conserve algo de su vocación colectiva— que nos relaciona de manera única con el mundo. Es por eso que un poema no se puede percibir como información pues, de hecho, no la contiene como tal, lo que sí contiene es una confirmación que nos involucra, un gesto, una señal, un recordatorio que casi siempre nos llevan, por otros caminos, con distinta y viva mirada, a través de algo que, en realidad, ya sabemos. Algo que nos es restituido en nuestras propias vidas, por mucho que nos sepamos abatidos por el aislamiento o la marginalidad.

El poema, como realidad concreta, parte del hecho de que hay algo allí en el mundo y en nuestro interior —como individuos y como cuerpo social— que nos hace mutuamente permeables y extensivos: el lenguaje, de manera tangible y cotidiana; la poesía como potencia, energía —las interconexiones emocionales, sensoriales y cognitivas que desata—. “Mi cuerpo está envuelto en el tejido del mundo y el mundo está hecho del tejido de mi cuerpo”, decía Merleau-Ponty, según me recordó el poeta Hamlet Ayala. Con esta convicción, el poema, primero, nos deja sentir que posee respiración, un ritmo, un compás, un organismo y lo podemos percibir y en nada nos resulta ajeno; éste desemboca en algo que reconocemos, una imagen o un indicio de su movimiento, que siempre apunta a la emoción y al enlace. Al sentir que en todo esto nos volvemos parte activa, necesaria, es inevitable establecer un involucramiento, una “comunicación”, y ésta se da en términos propios y siempre a nuestro alcance porque empieza con uno mismo, con ese reconocimiento.

Por ser indagación del ser en la palabra —siguiendo a Heráclito—, el poema supone una sabiduría del lenguaje, misma a la que el poeta no sólo se atiene, sino a la que también cuestiona y acecha. Porque sabe que cuando ya no es el lenguaje el que habla, cuando ya muy poco nos permite reconocernos de manera plural en las palabras y éstas han sido enajenadas por su uso llano, duro y funcional, se pierde ese puente que nos mantenía cercanos a la realidad y en su lugar se yergue un muro levantado con el prejuicio, lo sumario y eso que la jerga llama los intereses creados. Una distorsión ante la cual no podemos sino sentirnos alejados, más aun, excluidos, amputados.

El poema está hecho de una materia maleable y manoseada por todos: las palabras. Sin embargo, esta condición es alterada cuando las palabras son arrastradas hacia un lugar más cercano, al situarlas en la mayor proximidad (pienso en un espejo al momento de reflejarnos en él, es decir, en un lugar preciso y con nosotros frente a él y no en cualquier otra parte). A diferencia de los lenguajes pragmáticos, la poesía nos instala en un tiempo distinto, la intensidad de su presente abarca el antes y el después de la palabra, y así consigue mantenerla en la punta de la lengua. Ante los ojos de la mayoría se presenta como algo que a veces podría parecer ininteligible y con más frecuencia ajeno y distante, pero el poema y lo que éste logra decir de la poesía propone, con nuestra participación, todo lo contrario. La idea de la poesía como algo alejado de la realidad es uno más de los montajes —ciegos, casi involuntarios, hechos por inercia— del poder que busca retirar de la vida cualquier resquicio en donde pueda reconocerse el valor de la experiencia personal. Como concepto, la “retirada de la realidad” en el poema es, por otra parte, una inquietud del filósofo que advierte a los artistas de nuestro tiempo la amenaza del encumbramiento de lo trivial y fatuo. Pero la amenaza mayor, y en muchos casos cumplida, son los mecanismos y maniobras perpetrados para retirar al propio sujeto, su presencia. La proximidad buscada por el poema implica, de hecho, un ensanchamiento de la experiencia individual, pero ésta no puede darse sin la presencia, de ahí que no sea poca cosa lo que el poema exige, dados los tiempos que corren, en los que se da por sentado que no hay nadie allí.

El poema no puede darse si no cuenta con la presencia de un ser real que imagina, que está, por tanto, creando para sí y que, de muchos modos se involucra con un hacerse a sí mismo, aumentarse, ocupar su lugar (la palabra autor viene del latín auctor, ‘el que aumenta’, según hace notar Bauman). Cuando el poeta siente la proximidad de algo que parece no estar a la mano —¿cuántos hablan de fenómenos que sólo pueden verse a través del ojo de la poesía?—, el poema, desde su base material, concreta y palpable, que es su forma, le pide, “ponlo ante los ojos de otro y que te diga qué ve”. Si, a pesar de que dicho reconocimiento se hace en la intimidad y, con frecuencia, en un ámbito subjetivo, ese otro encontró algo verdadero, próximo y a su alcance, si su participación lo llevó, al mismo tiempo, fuera de sí mismo como para interactuar y distinguirse en la trama que el lenguaje le propone, así sabremos que su acción se ha constituido y transmutado en experiencia y que el dispositivo mediador, el poema mismo, ha logrado establecer esa cercanía indispensable para hacer contacto con algo real.

En el poema, la experiencia está determinada por la expresión y ésta es indisoluble de aquélla porque constituye su aliento. En esto no difiere de las demás experiencias que vivimos cuando son reales y no puramente mentales, intelectuales o vicarias. Al experimentar, lo que vivimos no es propiamente la acción de un flujo de impresiones que se mueve del fenómeno hacia el sujeto que lo observa, un movimiento simple, podría decirse, emisor-receptor, un registro. La experiencia es en sí un intercambio muy intenso de impulsos y sensaciones, de sincronías y acronías, de acuerdos y desacuerdos que, con todo y su complejidad nos van involucrando con el fenómeno mismo y no es infrecuente que bajo su influjo nos lleguemos a sentir envueltos, identificados y hasta inmersos en él. El accionar poético pertenece a este ámbito. Al mismo tiempo, es la expresión de una libertad que abraza forma y contenido, que reduce y consume estas distancias para fundirlas en el centro de nuestra propia vivencia actualizada.

Luis Cortés Bargalló

Luis Cortés Bargalló

Luis Cortés Bargalló (Tijuana, B. C., 1952), poeta, editor y traductor. Estudió comunicación (UIA), la maestría en letras mexicanas (UIA-UNAM) y música (CNM).

Ha publicado varios títulos de poesía. Por más de cuatro décadas se ha dedicado al trabajo editorial. Ha realizado trabajo de edición, producción y desarrollo de proyectos editoriales para las principales editoriales del país y también para diversas instituciones culturales y académicas.

Entre 2016 y 2019 fue coordinador editorial de la Academia Mexicana de la Lengua. Actualmente es colaborador de la unidad editorial de El Colegio de San Luis, editor de la gaceta Criba y de la colección Libros del Alicate.