qué/ ¿poesía?

Realidad. Por Luis Cortés Bargalló

Luis Cortés Bargalló *

Realidad

En cualquier esquina, al pie de los semáforos, en los cruceros, alguien toca un acordeón desvencijado y sucio, otro extiende la mano con un gesto tan inteligible como insoportable; en los traslados y el tumulto hay un hombre descalzo que se abre paso entre las espaldas apretujadas y reparte un papel en donde dice que ya no puede vivir en el corazón de su propia tierra ni en el propio, que apenas habla español, que le demos una moneda para pasar el día. Allí, como adentro del “estómago de un tiburón”, miles y miles absorbidos por una realidad que se desdobla y enmascara, masticando. Salen de los andenes, se lanzan por las calles al contrasentido, a contrapelo de nuevas y viejas crueldades. Extraviados, sin refugio, a la intemperie. ¿Es esa la verdad del mundo? O se trata más bien del verdadero rostro de quienes desde su encumbramiento, por vía de la historia, la cultura, el simple regateo, los constructos y el poder desdeñan la realidad extendiendo y reproduciendo esa miseria hasta cubrirlo todo, peor aún, moviendo y removiendo hasta cuadrarlo con sus restas, sus mutilaciones, porque, sencillamente, como afirma Žižek con ironía, “la ‘realidad’ no es lo que importa, lo que importa es la situación del capital”. Aun así, la realidad, que no es voluntariosa ni actúa a escondidas, lo que muestra, sin doblez alguno, es su dolor, venga de donde venga. Pero también nos muestra su esplendor, su impensada creatividad y dimensiones. Porque ocupa su lugar preponderante, múltiple y avasallador, y es presencia inobjetable.

No quisiera internarme por un callejón sin salida ni abismarme en el estupor o la indignación, lo que estoy intentando con estas líneas es todo lo contrario, una salida hacia una vía más ancha, la que la propia realidad propone sin reservas y en estado de constante expansión. No obstante, y por fuerza, tengo que reconocer las limitaciones bajo las cuales percibimos y sentimos, no perder de vista el carácter desgarrador, el estremecimiento que conlleva el contacto con la realidad y que, además, es inherente a ella, a nuestra manera de formar parte, de estar inmersos en ella y frente a la cual anteponemos con frecuencia toda clase de argumentos y creencias, y temores. Atenuantes que bien pueden terminar por disfrazarla haciéndonos creer que en algo la disminuimos o que, desesperados y hasta indiferentes, podemos emprender la huida sin mayores descalabros, incluso con placer. No es poco lo que las artes de nuestro tiempo contribuyen a esta distracción y no es casual que a veces se les vea, en consecuencia, como entretenimiento y, cuando ampulosas y rentables, espectáculo; en cualquiera de estos casos, se trata en suma de lo mismo. Por su mayor e indispensable intimidad, por las limitaciones que en ese sentido tiene la poesía en sus prácticas actuales, es posible que pueda escapar a estos designios que, por otra parte, nunca han sido los suyos. En los poetas de nuestro tiempo, al menos entre los que todavía tienen algo que decirnos —eso que realmente nos “ayuda a vivir”— podemos encontrar y compartir, porque de eso está impregnado su lenguaje, un hambre y una sed de realidad, una búsqueda, consciente o no, de establecer un contacto directo, pero también fulgurante con ella, algo que nos hace saber que en algún lugar de la experiencia, más allá de la barrera del individuo y en una creciente compenetración y sintonía no estamos de espaldas a la vida, y que su pulsión es la única energía con la que de veras contamos. Por eso, el trabajo del poeta sólo se justifica en la medida en que aspire a manifestarse como la propia realidad y ateniéndose a ella. Sin eso está vacío de sentido y también de gracia.

En el poema se destruye la “idea” de realidad para que emerja un mundo real sujeto a sus relaciones pero que, con todo y las circunstancias insoslayables que le dieron origen, puede colocarse al margen de lo relativo y lo subordinado, porque no es la idea de lo que el poema vive sino de la sustancia que, al ser reconocida, por su propio movimiento, su manera única de ofrecerse, nos conduce hasta su primera impresión y experiencia sensoriales; viene a nuestro encuentro y, desde un aquí —al que llegamos—, nos deja renacer en su emoción original. La realidad material de sus palabras, su sustancia puesta a flor de piel, expuesta a mil fricciones, nos puede decir algo por estar en trance de transformación: su razón es inclinarse ante el mundo, recibir y reflejar, pero también envolver, situarnos, trasladarnos sin perdernos a nosotros mismos. Busca dar con una identidad mayor urgida desde adentro, imbuida acaso de subjetividades, pero que ya no es refractaria a la exterioridad del mundo, pues comparte su misma sustancia.

En los libros de Carlos Castaneda la realidad, cuando se la ve al desnudo, está abrasada y es un viento sin medida, ingobernable e innominable. La realidad del día a día de los hombres se empalma con otra —acaso se derrama en ella, por ser la misma—, llena de inmensidad y silencio, que objetivamente es irrebatible porque ha sido observada y vivida —por distintos medios— desde siempre, aunque no esté del todo al alcance de nuestros sentidos o experiencias, como sucede con la mayor parte de ella.

Ernesto de la Peña le atribuye a la poesía la posibilidad de vislumbrar de manera sensible algunos de sus mensajes:

 

La poesía (…) tiene su sector de silencio. Pero es un silencio de tal sonoridad que sólo se equipara con el ruido inaudible de la nebulosa al explotar o el del insecto que muere: es un acallamiento total, un conticinio, que diría Sor Juana; una noche oscura; una rosa que florece en el poema y gracias a él; un alcanzar, a pesar de las tinieblas, cierta medida de luz; un deambular, ángel rilkeano, sin saber si está entre vivos o muertos…

 

y luego se pregunta por la condición del sujeto creativo que sólo quiere, por no estar al margen, hacer un mínimo y necesario acto de presencia:

 

examinar si, por azar, imprimimos algo de nuestra frugal fisonomía en la noche radical de las galaxias, donde sólo el lugar habrá tenido lugar.

 

El budismo mahayana, en una de sus múltiples facetas y sin perder la perspectiva de que la existencia está definida, condicionada por el dolor y el sufrimiento, concibe al mundo, a la realidad, desde siempre y sin preámbulos o perspectivas espirituales, como nirvanizada, iluminada, plena. Y me parece que no hay otro modo de verla.

El poema, por definición, está limitado y hasta confinado a su realidad lingüística, pero como experiencia, como intento, no lo está en su capacidad de colocarnos —y aquí podemos disolver los bordes entre el emisor y el receptor, anhelo natural de cualquier obra de arte, o mejor aún, de conocimiento— en un estado —perceptivo, emocional, sensitivo— que la rebasa, pues esa es, otra vez, su razón de ser. Llevarnos a ese borde en donde las palabras terminan, dejan su ropaje y empieza, recuperado por la nitidez, la aceptación, el mundo; un acto curativo en el que los andamiajes del yo y sus especulaciones, las convenciones de lo imaginario y paliativo han sido retirados. Un punto en el que —aunque conmovidos por la paradoja— podemos admitir sin mayor reticencia y desde nuestra propia experiencia eso que nos dice el verso del poeta Juan Martínez: “Belleza bestial que el alma llama realidad”. Obedecer a esa inclinación, a esa sed de realidad, así tengamos que saciarla al topárnosla, también de golpe, y sin reservas, “en el trasero de una mula”, como bien ha dicho John Berger, evocando quizás el célebre poema de Auden.

Luis Cortés Bargalló

Luis Cortés Bargalló

Luis Cortés Bargalló (Tijuana, B. C., 1952), poeta, editor y traductor. Estudió comunicación (UIA), la maestría en letras mexicanas (UIA-UNAM) y música (CNM).

Ha publicado varios títulos de poesía. Por más de cuatro décadas se ha dedicado al trabajo editorial. Ha realizado trabajo de edición, producción y desarrollo de proyectos editoriales para las principales editoriales del país y también para diversas instituciones culturales y académicas.

Entre 2016 y 2019 fue coordinador editorial de la Academia Mexicana de la Lengua. Actualmente es colaborador de la unidad editorial de El Colegio de San Luis, editor de la gaceta Criba y de la colección Libros del Alicate.